Abuelo, ¿me llevas de zorros?
— Hoy no podemos, otro día que vengas me avisas antes y preparo las cosas con tiempo.
— Jo, ¡siempre que vas a mi casa me dices que me vas a llevar y cuando vengo a tu casa no puedes!
— Chiquillo, si es que hoy no podemos. Pero, mira, tengo un permiso de conejos. Esta tarde, ¡vamos de conejos!
— ¡¡Vale!! Voy a casa de la abuela a decirle que me voy de caza y que me quedo a cenar contigo….
Lo lleva en la sangre y lo mejor es que se lo he metido yo. A su padre no le gusta la caza, a mi hija, tampoco, y a su abuela ver un conejo muerto le produce vértigos.
Desde muy pequeño le ha gustado venir conmigo a cualquier sitio. En cuanto arranco el coche me dice: «Abuelo, cuéntame cosas».
Empecé contándole cuentos inventados sobre la marcha que, con el tiempo, empezaron a ser anécdotas relacionadas con la caza y la pesca, vivencias de todo tipo de mis días en el campo y en contacto con los perros o los toros y ahora ya charlamos como viejos conocidos de cualquier tema que le pueda interesar.
La tarde es de esas de sol y moscas que nos regala un mes de julio implacable. Los conejos están destrozando las gomas de los sistemas de riego de los olivares de toda la provincia y la Administración nos concede permisos de caza excepcional para controlar los daños a la agricultura. Solo se puede cazar en la modalidad de aguardo.
La entrada por el carril de las antenas nos envuelve en un túnel de polvo que hace de nuestra llegada al cazadero una especie de París-Dakar cinegético. Aprovecho el último kilómetro para repetir las instrucciones cien veces escuchadas por Iván: al salir del coche cogemos las cosas en silencio, cerramos la puerta sin ruido, apoyándonos en ella, quitamos el sonido de los móviles y procuramos acercarnos al encierro buscando el aire favorable. Después situamos los banquitos y si tenemos que hablar algo, muy bajito y al oído, ¿vale?, ¡y que no te dé la risa! Que la última vez terminamos a carcajada limpia ¡y se nos oía hasta en Vietnam!
— Vale abuelo, la última vez no matamos nada, pero, joé, qué bien nos lo pasamos.
Con los últimos comentarios detenemos el coche procurándole la sombra de una gran oliva. Bien provistos de agua nos dirigimos a las inmediaciones de un encierro que han hecho los conejos en medio de un olivar con múltiples salidas a través, incluso, de los troncos de olivas centenarias. El aire quema, son las siete de la tarde. Nos hemos rociado bien de un insecticida antigarrapatas que también repele a las pulgas, tan abundantes en las zonas superpobladas de conejos. Nos sentamos casi rozándonos los brazos para poder hablar lo necesario sin que los titulares del complejo residencial conejil se percaten de nuestra presencia. Apenas corre aire y el que hace contribuye a aumentar la sensación térmica.
Esta es la forma correcta, la que disfruté con mi padre y la que, sin lugar a dudas, me hubiera transmitido mi abuelo si hubiera llegado a conocerlo. Mi nieto, como todos los críos de su edad, también es un apasionado de la Play, también se pasa horas mirando el móvil. Pero también le he aficionado a disfrutar mirando las estrellas, a conocerlas por su nombre.
Le he metido en la sangre ese amor por la naturaleza que ahora disfrutamos juntos. Ya diferencia una torcaz de una bravía, distingue entre la huella de un zorro y la de un perro, sabe de la importancia de respetar un nido disfrutando de los pollos que hay dentro solo con la mirada, sin tocarlos para que la madre no los aborrezca.
Conoce la importancia de no acercarse al nido de la perdiz para no dejar rastros que puedan seguir los depredadores. Y, así, compartiendo horas de caza, naturaleza o senderismo, formamos un binomio maravilloso en torno a una afición que a mí me transmitieron y yo cumplo con el sagrado deber de ofrecer a mi nieto como un legado, que le hará mejor conocedor de la esencia del hombre como especie, que le llevará a respetar como sus antepasados los periodos de cría, que le hará exigirse en el conocimiento del monte y sus habitantes, para disfrutar plenamente de la caza.
Un conejo ha abandonado la seguridad de la madriguera y se nos ofrece a treinta metros, parado a la sombra de un arbusto. Deslizo la culata de la escopeta por mis rodillas y la voy desplazando sobre las piernas de Iván que me mira con ojos de sorpresa. Le hago un gesto afirmativo con la cabeza y toma el testigo que le cedo. Lo veo apuntar y encomiendo la acción a San Huberto: «Por tu madre, que no falle».
Suena el disparo y el conejo cae fulminado, miro a mi nieto que me devuelve el arma con una risa nerviosa y nos fundimos en un abrazo.
¡Ahora sí! ¡Desde ahora y para siempre, ya eres cazador! Miro al cielo y estoy seguro de ver a mi padre riendo. ¡Enhorabuena!
Carlos Enrique López.