En este punto certifico la simbiosis existente entre el arte de la caza y el sentido del humor, maravillosa conexión interpretada a las mil maravillas por algún que otro paisano desde tiempos inmemoriales. Vean, por tanto, cómo ensamblan estas dos coordenadas para confluir en una anécdota única, exclusiva.
Les sitúo, sin más dilación, en los hechos que he seleccionado para ilustrar esta prestigiosa cabecera, con la idea de hacerles pasar un rato agradable dibujando, esa es mi intención, una sonrisa en la cara de sus lectores, que puede venir bien para mitigar con un poco de humor las dificultades y los desconsuelos por los que estamos pasando atacados por el “virulento animalito”.
En este natural comportamiento del cazador local, les cuento algo acaecido en una temporada de mediados del siglo pasado, apenas terminada la contienda nacional, en plena pandemia estomacal.
Conocí íntimamente a los dos protagonistas, fallecidos hace años, de esta simpática historia. Sendos personajes, tocados por la varita mágica de la genialidad, aparentemente flemáticos, poseían una agudeza mental imprevisible.
Manolito Muñeco, un barbero que ejerció en un local al lado de la Plaza de Abastos, y Juan, el del Bar, un polifacético tabernero que tenía su establecimiento justo al otro lado del mercado. Había entre ambos una amistad y una comunicación inalámbrica de gran alcance. Era el bar un centro de negocios, de partidas de naipes, de dominó, confesionario, parada de autobús y conserjería a todos los niveles. La barbería fue mentidero y lugar de cuchicheos de ámbito local y extrarradio. Eran espacios por donde la vida pasaba bañándolo todo con retazos de bondad y humor del bueno.
Entró en una ocasión a cortarse el pelo un guarda jurado, Juan Berota, que ejercía como tal en “La Bellida”, una finca situada a unos nueve kilómetros del pueblo. El maestro barbero con frecuencia no le cobraba el servicio y aquel, en agradecimiento, le invitaba a matar un par de conejos en algún “aguardo”. Las perdices estaban reservadas en exclusiva para los señores y los socios del coto. Manolito Muñeco entonces le insinúo a Berota que invitara también al tabernero para realizar una mano de liebres, piezas abundantes por aquellos pagos y muy apreciadas por la cantidad y suculencia de sus carnes.
Días después, a expensas del guarda, comenzó la cacería en la linde del terreno con la carretera de San Bartolomé, pues la brisa soplaba levemente desde abajo, con lo cual podrían marchar con esta en dirección favorable para recorrer un kilómetro, aproximadamente, hasta el caserío, donde el vigilante aguardaría tras concluir la jornada, que se esperaba pródiga en capturas y avatares. Luego vendría el grato momento de la “tarasca” (así se denomina por estos lares a la comida posterior a la cacería) con unos vasos de vino y un trozo de tocino de papada, para proceder a continuación al reparto de piezas y la vuelta a casa.
Podría decirse que ninguno de los dos le pegaba un tiro a un alcornoque, aparentando que eran más bien miembros de la Sociedad Protectora de Animales y no cazadores propiamente.
Al poco de echar a andar saltó del encame la primera, sonaron los estruendos de cuatro disparos seguidos y el animal aceleró la carrera, mostrando no haber sentido sobre su piel el calor de la plomada. Así sucedió con la segunda, la tercera y sucesivas, llegando al final de la mancha sin haber estrenado el zurrón. De pronto pararon, el barbero echó un vistazo a la canana, comprobó que solo le quedaban dos cartuchos y le dijo al compañero: «¡Vámonos, Juan, que aquí hay liebres!».
José Manuel Rodríguez Gómez