Raro es el día en que el Canis lupus, mamífero placentario del orden de los carnívoros, conocido comúnmente como el lobo, no sea noticia o protagonista de publicaciones en la prensa escrita y en redes sociales, donde, en el mejor de los casos, no suele salir bien parado.
Dada su popularidad entre los humanos, no voy a detenerme en aspectos morfológicos o en sus rasgos físicos, sobradamente conocidos. Me centraré, en cambio, en lo que su proliferación representa para un sector tan vulnerable como la ganadería de ovino (ovejas y cabras) y bovino (vacas, terneros y toros), especialmente cuando estos animales pastan en régimen extensivo.
Aunque el lobo suele evitar el contacto con humanos, no es menos cierto que, en situaciones comprometidas, su instinto salvaje puede llevarlo a comportamientos peligrosos. En condiciones de hambre, se vuelve especialmente agresivo y puede atacar a otros animales como perros, potrillos o burros. Durante la noche, no es raro que salte las tapias de los corrales donde el ganado duerme encerrado, causando auténticas masacres. No mata solo por necesidad: su paso deja un rastro de animales muertos y heridos, generando pérdidas irreparables para los ganaderos.
Durante muchos años, la población de lobos disminuyó hasta rozar la extinción. Pero hoy, la sobreprotección impuesta por las administraciones para su recuperación —sin atender a criterios de control poblacional— está generando un problema real y diario en el medio rural.
Una vez más, los organismos oficiales, desde su desconocimiento y presionados por las corrientes “animalistas” que viven de subvenciones, abandonan a los verdaderos afectados: los ganaderos. Son ellos quienes deben asumir en solitario las pérdidas causadas por el lobo, sin una regulación seria ni un sistema de compensaciones justo.
Raro es el día en que no se denuncien nuevos ataques. Las quejas son constantes. He aquí algunos ejemplos, extraídos de publicaciones recientes:
Javier Fernández Caballero publica el artículo “Un ganadero zamorano explota” tras los ataques del lobo a su ganado ovino. El relato es desgarrador. Felipe Luis Codesal, el ganadero afectado, describe con desesperación cómo al llegar a su corral encuentra ovejas a punto de parir muertas, con los corderos arrancados de sus vientres a dentelladas. Otras ovejas, heridas de gravedad.
Desde los Picos de Europa (Asturias), la Ganadería Gambureru publica en Facebook:
“Hoy toca mirar las vacas del saneamiento y de las dentadas de esos hijos de puta de bichos, que todavía quieren blindar. Esta es la ganadería extensiva de la que tanto presumen…”.
El mensaje refleja la frustración de trabajar en un Parque Nacional, donde está prohibida la caza y donde el ganado convive con rebecos, corzos, perdices, zorros, jabalíes y lobos. Pero siempre, quienes pierden, son los ganaderos.
En El Diario Rural, se publica la historia de Borja Elías Sánchez, ganadero de Villoslada de Cameros (La Rioja), que decidió abandonar su actividad. El último día que pasó con sus ovejas, el lobo mató la última de su rebaño. UPA La Rioja denunció el caso, ironizando:
“El lobo también estará profundamente afligido… ¿Dónde encontrará una presa tan dócil como las ovejas de Borja?”
La Unión de Pequeños Agricultores y Ganaderos (UPA) ha alzado la voz, reactivando el debate sobre la compatibilidad entre lobo y ganadería extensiva.
Creo que con estos breves relatos quedan plasmados suficientes datos para que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, sus antiguos socios como Pablo Iglesias, y la ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, reflexionen de una vez por todas y dejen de perder el tiempo en debates banales en el Congreso.
El problema es urgente. Hay argumentos más que suficientes para que la superpoblación del lobo se aborde con responsabilidad, sentido común y prioridad política. La inacción gubernamental ante este drama del mundo rural puede ser la puntilla definitiva para una actividad ganadera que ya ha perdido la esperanza. Solo le queda echar la llave.
Texto: Demetrio Gordo