El Encuentro

El frío es horroroso… ¡Vale, vale, ya sé que estamos en diciembre!, pero, de todas formas, es horroroso. En la moto, para arreglarlo, hace mucho más. Y empieza a echarse la niebla. Debería de haber alguna ley que dijera que con estos días los guardas deben quedarse en el brasero. ¿Quién va a salir con intención de hacer una trastada con la que está cayendo? Eso era antes, cuando había hambre. Ya ves que lástima, como la cosa siga como va, dentro de poco volveremos a los tiempos en que los mismos guardas le indicaban al furtivo donde tirar una gabatilla sin hacer daño.

Empiezo a tener dificultades para mover los dedos, llevo la moto a 15 km/h, pero ni por esas. ¡Además, no veo! ¡No, joder, no veo ni a estornudar! La niebla es como un queso que voy atravesando sin esperanza de que mejore. Menos mal que el carril de la Cuesta del Mimbre lo he pateado tanto que conozco las piedras de memoria. ¡Hasta aquí hemos llegado! Apago el motor, tiro de la pata de cabra y me bajo de la moto en una zona que intuyo segura.

La niebla es como nunca antes la había sufrido. Puedo jurar que veo con dificultad la punta de las botas. Casi a tientas busco uno de los grandes eucaliptos del Cristo del Valle, al lado de la antigua escuela, donde los hijos de los mineros aprendían a leer, mientras sus padres bajaban a la galería de la Mina del Mimbre a garantizarse una muerte lenta y un sueldo miserable para darles de comer. Aquí al lado está el tronco del eucalipto grande, al que algún cazador arrimó una piedra enorme para estar cómodo acechando a los conejos. Disfrutaré del frío asiento y del enorme respaldo de madera mientras espero que levante la niebla. El campo está en riguroso silencio, la niebla aconseja a todos los habitantes no delatarse frente a un posible enemigo al que no verían llegar.

A ver, estoy en una zona inmediata a la tumba natural de algunos mineros que no volvieron a salir del pozo en el que entraron buscando plomo y plata para hacer más ricos a los ricos y huérfanos a sus propios hijos. Algo falló y fue la tierra de la mina la que les concedió sepultura porque no pudieron sacarlos del interior. Aquí, es fácil que, en un día de niebla espesísima, la cabeza se vaya en busca de esos recuerdos y se estremezca el alma con la espalda apoyada en un gran eucalipto.

Así estoy divagando cuando el levísimo roce de algo con una mata, a tres o cuatro metros, me hace estremecer. Cinco sentidos alerta. Maldigo el momento en que decidí sentarme. Pienso que estoy a merced de algo desconocido que me acecha. Los espíritus de los mineros muertos no sé si están aquí, o no, pero a mí no me queda un solo vello en el cuerpo que no esté de punta.

¡No veo nada!, pero creo escuchar una respiración junto a mí, apenas a unos metros, es una respiración fatigada. Sí, sí, seguro, algo está respirando muy cerca de mí. De repente, como si todos los demonios de la naturaleza se hubieran puesto de acuerdo, escucho a mi lado un aullido/gemido/quejido/aullido que me hace cerrar los ojos y buscar en mi memoria cualquier cosa parecida, para no sucumbir a esa sensación que se está apoderando lentamente de mi cerebro. No puedo descifrar qué he oído, el sonido terrorífico amplificado por la niebla vuelve a iniciarse, al principio apenas es un suspiro quejumbroso, pero va in crescendo, del suspiro pasa a un aullido lento que da paso al quejido de ultratumba. Sigo sin poder descifrar qué escucho, pero sí tengo claro qué siento: miedo, sin más, un miedo que sé que es irracional, pero que me atenaza, aunque, en realidad, no sé si quiero moverme o permanecer soldado a la piel del eucalipto.

La silueta de la escuela hundida empieza a perfilarse contra el cielo, la casa de don Fabián, el médico que tantos mineros atendió en su consulta, pronto dejará entrever su fantasmagórica ruina. Por el rabillo del ojo adivino una figura que deja escapar vaho de su nariz, mientras mi imagen se sumerge en la profundidad de sus ojos verdes, que ahora ya no adivino. Los veo, me están analizando al compás de un leve movimiento de sus orejas pinceladas. Creo que hay algo de desprecio en su mirada, extiende la nariz hacia mi posición y abandona la que había mantenido con la imagen de un dios egipcio, ¡es enorme! Su felina elegancia la pone en marcha como si flotara entre la hierba, vuelve a mirarme por última vez y estoy seguro de que se va riendo a carcajadas y pensando: «Vaya rato que le he dao al guarda…». Cuando apenas ha recorrido veinte metros vuelve a emitir ese espectacular sonido y al fondo, en lo alto de Paño Pico, se escucha una respuesta. Han llegado los linces.

La niebla se ha borrado como llegó, pero me ha dejado una mojadura por fuera que nada tiene que envidiar a la que llevo por dentro. He sudado como si estuviera encendiendo las calderas de Pedro Botero. He estado acompañado por un ejemplar hembra de lince en un estado de celo que debe ser demoledor para cualquier macho de su especie. A cualquiera que no haya escuchado nunca ese sonido le recomiendo acudir a Google, buscar «llamada de lince en celo», poner al máximo el volumen, cerrar los ojos e imaginarse la situación que yo viví. Después, pueden reírse cuanto quieran, para eso se lo he contado. A mí, además del sonido, se me quedó grabada la mirada de sus ojos verdes. Sin ánimo de ofender a alguna dama, que en su día besé, son los ojos verdes más bonitos que jamás me han mirado.

 

Carlos Enrique López.

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