La caza del corzo me tiene totalmente enganchado desde que, en una escapada veraniega a las Landas francesas, conseguí cazar el primero con mi buen amigo Guillermo. Mi bautizo como cazador de esta especie en la modalidad de rececho fue con un corzo singular. Tenía una deformación del cráneo y la mandíbula conocida como campilognatia.
Debo reconocer que cuando lo cacé no tenía ni idea del nombre ni origen de esta deformación. Más tarde, Pablo Ortega publicaría en sus redes sociales unas imágenes explicando el origen congénito y curiosidades de dicha desviación. Al parecer, este tipo de deformaciones se han observado en otros animales y se dan indistintamente hacia un lado u otro. Sin embargo, este curioso ejemplar no es el protagonista de este artículo, aunque, quizás, la captura de este corzo landés fue premonitoria de lo que me esperaba tres años después.
Como habéis podido deducir, no me manejo mal hablando francés y realmente Francia tiene la culpa de que me haya convertido en un aficionado empedernido del Capreolus capreolus. Francia es un país rico en vinos, quesos, ríos, paisajes, cazadores acérrimos y corzos. Esta especie no es particularmente apreciada por las gentes que habitan el medio rural, quizás porque están acostumbrados a verlos en siembras y bosques todos los días. Generalmente prefieren cazarlos en batidas, sobre todo cuando el jabalí no hace acto de presencia; muchos corzos son los que se salvan, ya que los cazadores prefieren no tirarlos por si el macareno de sus vidas viene detrás.
Esta historia comienza en un pueblecito de Borgoña, cerca del famoso pueblo vinícola Chablis. Allí vive mi amigo Julien con su mujer y sus dos hijos y, cómo no, él es cazador al igual que su padre, sus hijos, su suegro, su cuñado y sus amigos. Es lo que tiene vivir en la campagne alejados de las urbes y ecologistas de salón. El azar quiso que nos conociéramos a través de las redes, tan peligrosas y nocivas para ciertas cosas y tan beneficiosas para otras. Nuestra primera temporada juntos fue rica en lances y trofeos, cada uno de nosotros cazamos dos ejemplares únicos con siete puntas. Todos fueron especiales e hicieron que Julien y yo afianzáramos nuestra amistad. Es más, hasta ese año, Julien sólo cazaba el jabalí en batida. Todos los jueves, sábados y domingos de la temporada salía con sus perros a batir monte. Ahora también rececha conmigo y, a veces, solo. ¡Lo que le faltaba!
Primer contacto
Un año más tarde, en el mes de abril, nos dimos cita en su casa. Esta vez vine con mi novia, Cristina, y el objetivo era dar una vuelta por el coto para ver si algún corzo nos llamaba la atención de cara a la apertura en junio. El campo estaba espectacular, las siembras estaban crecidas de un palmo y las parcelas repletas de corzos. Se podría decir que la proporción de hembras respecto a los machos era de un 50/50, seguramente debido a la caza en batida. También había algún ejemplar descorreado, pero la mayoría tenían borra. Mi novia trajo su cámara réflex con teleobjetivo. La idea era sacar alguna foto bonita del campo y ver si éramos capaces de hacer alguna foto nítida de los machos. Sacamos fotos de muchos animales, unos tumbados en las siembras, otros huyendo despavoridos y otros que nos miraban fijamente.
Al llegar a la casa rural por la noche estuve repasando todas las fotografías que sacamos. Había una que me llamaba la atención. Estaba medio borrosa, ya que el corzo salía corriendo, pero había algo en su cabeza que me hacía sospechar.
Primera imagen, algo borrosa, que se logró de este ejemplar y donde ya se apreciaba algo diferente en su cabeza.
Recuerdo que la saqué desde el coche, sólo nos dio unos instantes, pero ninguno de los que íbamos identificó algo raro en este ejemplar. Miré la foto desde todos los ángulos y, definitivamente, algo no cuadraba. Recuerdo que le dije a Cristina que creía que era un peluca. Ella, que no es cazadora, entendió «piluca» y así se refería siempre al corzo cuando hablaba de él. Así que, desde ese día, nuestro protagonista fue bautizado como el corzo Piluca. Al día siguiente contacté con Julien para comentarle mi sospecha y pedirle que intentara volver a verlo. Muchos pensarán que soy un poco ingenuo, los corzos ‘peluca’ están muy cotizados, pero mi confianza en Julien era absoluta. Yo soy uno de los que piensa que uno recibe lo que da. Dos días después me escribió Julien. En efecto, ¡era un peluca! y estaba en el mismo lugar. Julien acudió al mismo sitio todas las semanas. La mayoría de las veces estaba en la misma parcela y, otras, ni rastro.
Un corzo de ensueño
Se acercaba la apertura del corzo y yo no hacía nada más que soñar con darle caza. A veces intentaba convencerme de que no volvería a verlo; otras, me ilusionaba con volver a tenerlo cerca. Sólo los cazadores podrán entender esta sensación. La noche del 31 de mayo llegó y yo ya me dirigía con todos mis apechusques a Borgoña dispuesto a dar caza a «el Piluca». A duras penas dormí un par de horas y, antes de que amaneciera, ya estaba en la puerta de la casa de Julien con la ilusión de un niño pequeño. La mañana fue corta, no vimos mucha actividad y nuestro objetivo no daba la cara. Por la tarde volvimos a la misma plaza, tuve a un magnífico macho en el objetivo que no volveríamos a ver en toda la temporada. Parece que sabía que la música no iba con él. Con el último rayo de sol apareció el protagonista. Nuestro corzo estaba allí, mirándonos fijamente, a más de 400 metros, imposible de tirar y desapareció como si de un fantasma se tratase. Parecía que sabía que estábamos buscándole. Era un animal mil veces más esquivo que sus compañeros que campaban a sus anchas a pocos metros de nosotros, confiados por la cobertura de las hierbas altas
Cazadero con siembras crecidas y repletas de corzos
La mañana del día siguiente fue como la anterior: nada de nada. Por la tarde estábamos como un reloj en el mismo sitio. No quitábamos el ojo a su parcela. Sus dos vecinos estaban ahí, pero él no hacia acto de presencia. Cuando menos lo esperábamos… ¡chas!, un chasquido nos hizo dirigir la mirada a la pieza de detrás nuestra. ¡Ahí estaba! Justo de cara al sol. Mi respiración comenzó a agitarse. Estábamos tumbados en un camino al borde de una parcela de trigo que nos daba cobertura. No quedaba otra, me levanté, apoyé mi rifle en el trípode y ¡pum! el corzo que me había quitado el sueño cayó fulminado con un tiro en el cuello, fruto de los nervios acumulados. Minutos después llamé a Cristina: «¡He cazado el Piluca!», le dije. Vaya cúmulo de sensaciones… Seguidamente, examinamos el animal. La masa aterciopelada era enorme, incluso había un trozo que comenzaba a desligarse. También comprobamos que no tenía testículos y que los riñones estaban rodeados de grasa. El cuchillo había que limpiarlo a cada corte, parecía embadurnado de manteca. Este ejemplar dio un peso de 32,2 kilos. Los corzos adultos de esa zona rondan los 23 kilos. Guardé la cabeza para naturalizarla, aunque no necesitaré la taxidermia para recordar esta aventura. ¡Merci, Saint Hubert!
Detalle de la gran peluca a derecha e izquierda de la cabeza de este macho.
Mitres d’évêque
Según el del libro El Corzo de Carlos Verlinden-Sarolea (edición de la ACE), las «pelucas» o «mitres d’évêque» (mitras de obispo, en español), son cuernas persistentes, siempre aterciopeladas, que crecen de forma excesiva, desordenada y continua. Pueden adoptar formas muy diferentes.
Estas anomalías se deben al cese de la actividad hormonal de los testículos. Se trata de una anomalía enfermiza que, tarde o temprano, conduce fatalmente al corzo afectado por ella a una muerte miserable por la imposibilidad de ver y comer. Tratan de deshacerse de ella, provocándose heridas propensas a la infección y al ataque de insectos.
El autor con este curioso trofeo recechado en Francia.
Autor del relato: Alejandro Sainz Torrent