De Caza, Toros y “Animalismo”

Quizá tratar de caza y toros y no entrar sobre el moderno ‘animalismo’ y ‘buenismo’ sea hoy, en algunos casos, sortear un escenario que, además de resultar fogoso, se apuntala bajo muy pobre contenido conceptual.

Dando por sentado que toda opinión es respetable, sí notamos entre los abolicionistas que simplifican en extremo ambos conceptos sin matizar los múltiples aspectos de que constan esos quehaceres humanos.

Se trata de algo que está a la orden del día, en especial por ese mundo ‘progre’, que considera la caza como un asesinato y los toros como una crueldad: ambos a extinguir por el simple hecho de que a ellos no solo no les agrada –y por tanto no saben de lo que hablan, sin profundizar–, sino que deben ser prohibidos a pesar de la enormidad que han supuesto para el arte y los seres humanos.

Se propaga, además, lo que no tiene propaganda alguna por parte de los que lo practican.

Puede decirse que cuando se hace propaganda o proselitismo de algo, cuando se necesita del reclamo, es que se adolece de una base segura en que se sustente el propósito en sí.

Resulta una ‘moda’ intermitente –con vaivenes históricos–, que se apoya en una intención generalmente maquinada.

No se desmenuzan los conceptos de ‘cazar’ y ‘torear’; se suplantan, superlativamente, con el ‘matar’.

Pero matar es «quitar la vida a un ser vivo». Caza y tauromaquia se reducen –así– a lo que se hace en cualquier matadero que nos surta de carne.

De aquí que el término ‘animalismo’ figure entre comillas, dado que ni siquiera lo recoge el diccionario en sentido alguno, precisamente por esa intermitencia, como lo es hoy ese ‘progresismo’ que se siente –arrogante– «de ideas y actitudes avanzadas».

Creo que nadie puede estar contra el humanismo que supone todo progreso ético, por ser algo deseable para los seres humanos; pero este tipo de ‘progresista’ se extralimita en la cuestión hasta resultar abusivo.

Se instala en tópicos bajo esas ideas que cree avanzadas por ser progresista, como así lo define el diccionario. Se trata de un progresismo que solo se sostiene –exclusivo– en el no matar.

No distingue sobre modalidad alguna de caza, ni por históricas y artísticas que hayan emanado. No siente qué vale la pena conservar; es drástico ante una magnífica tradición.

La caza, como escribió Ortega y Gasset, el pensador que más ha escudriñado el concepto de este quehacer humano (con una brillantez que asombra al propio cazador), es todo el repertorio que conlleva el acto de cazar.

Al cazador, como deportista,

«no le interesa la muerte de la pieza, no es eso lo que se propone. Lo que le interesa es todo lo que antes ha tenido que hacer para lograrla; esto es, cazar»

[Prólogo a Veinte años de caza mayor, del conde de Yebes. O. C., vol. 6, p. 469. Madrid, 1973].

Impeliendo esa definición orteguiana –forzándola–, podría decirse que ‘caza’ es también eso que se hace antes y después de cazar.

Los preparativos afectan al cazador con estímulos que son naturales al acto de cazar.

Un ejemplo es que el cazador –sobre todo en su juventud– apenas duerme la noche anterior imaginando lo que puede dar de sí ese acto que se le aproxima, inmediato, con motivadora ‘incertidumbre’.

También después de cazar se retrotrae el cazador a los lances habidos; tanto gastronómicamente (con propia literatura y desde las mesas más humildes hasta las más exquisitas) como relatando, debatiendo, contrastando, etc.

Incluso aprendiendo nuevas cosas que han sobrevenido a su cazar y de las que no tenía la menor idea: despejando dudas, verificando otras y aportando así novedades que alcanzan a la ecología, a la biología, a la veterinaria, etc.

El ecologismo del cazador va implícito en el aserto orteguiano de que «la faena fundamental de todo cazar es hacer que haya pieza» (op. cit., 449); como que haya a su vez ‘limitación’ o cupo: «dejar madre».

Y desde luego, siempre con un total rechazo frente a esos ‘cazadores’ que, como en todos los colectivos, estropean y dañan la ética que conlleva cazar.

Debemos considerarlos como «residuos y hábitos terribles, canallas y perseguibles», sobre los que «hay que lograr su erradicación sin peros ni excusa alguna»

[Antonio Pérez. «Del ecologismo al animalismo», en TROFEO, 19 de julio de 2017].

En efecto, «cazar es buscar animales para capturarlos», pero en toda pureza; para consumirlos si hay caza íntegra (obviamente, salvo en casos estrictos).

Profundizando mayormente considero que el cazar no se daría en su total concepto si no es como una concepción que aúne y configure, verazmente, su ser original o primigenio con su ser como deporte: su verdadera coexistencia desde hace milenios hasta el presente.

No en vano señaló Ortega que

«el cazador es, a la vez, el hombre de hoy y el de hace diez mil años» (op. cit., 482).

Creo que la caza, como los toros, por gozar de un mundo propio –tanto por su vocabulario como por el repertorio que conlleva– solo puede perdurar si se practica de manera natural, conforme a su naturaleza inaugural, moralmente y de modo sostenible; de forma legislada y sustentada científicamente por los organismos competentes desde que se realiza la caza como deporte en una sociedad moderna y ha dejado de ser una condición necesaria el comer lo cazado.

Lo contrario sí que puede ser visto como «pura matanza y destrucción».

El ‘animalismo progresista’ evita un rico y fabuloso repertorio que desecha despreciativamente, anteponiendo una ínfima parte de él –como es el matar– a todo el patrimonio histórico que nos ha aportado, tanto literario como artístico.

En el cazar no se considera que el objetivo principal sea que haya muerte, como fin último y sin previa condición alguna.

No hay aquí ninguna ‘suerte suprema’ que se sitúe por encima de otras y que anule, desmereciendo todo lo anterior, el propósito y hecho que es el cazar (como sí lo es en el toreo, aunque solo como remate y cuando se torea con toda ética).

Encontramos en la prensa de hoy protestas como la de la periodista Coral Bravo. En «Tauromaquia y fascismo» la autora afirma, en referencia al toreo, que «se avergüenza y renuncia a ser española si ser español es ser una bestia insensible que goza presenciando la tortura y el horror del asesinato con saña y alevosía de un ser vivo e inocente»

El título asusta bastante por su afectación, puesto que la tauromaquia es una manera de ser que afecta desde muy antiguo y en gran proporción a la idiosincrasia española; como lo es asimismo de una tradición innegable para gran parte de la cultura en España.

No obstante, en vuelta torticera, nos dice la periodista que «mi España es otra; como la de Picasso y Lorca» (¿?).

Su cita afectuosa sobre estos autores pasma, pues Picasso confesó en más de una ocasión que lo que más echaba en falta en su exilio francés eran las corridas de toros.

Y Lorca expresó que

«el toreo es probablemente la riqueza poética y vital de España. Creo que los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo».

Ortega y Gasset llegó a decir:

«Hubiera cambiado mi fama por la gloria que solo es dable a los matadores de toros»

www.ganaderoslidia.com/webroot/literatura_taurina.htm 

No se entiende este vuelco de la periodista cuando sabemos de sobra que casi todos los artífices de la ‘Edad de Plata’ –salvo raras excepciones– estuvieron entusiasmados con la tauromaquia como un arte de lo más destacable.

El encomio de la Fiesta y la Caza resulta interminable desde las edades Media y Moderna, si bien ha habido detractores del toreo, como algunos autores de la Ilustración, pero hoy lo son ya bajo una militancia ofensiva que ha penetrado en lo gubernativo.

Sin adentrase en una conceptualización del toreo, se ha expresado el filósofo Jesús Mosterín (1941-2017), quien percibió y redujo la tauromaquia a «hechos culturales, lamentables, torturadores, crueles» [«Ocho jueces sin piedad». El País, 31.10.2016].

Creo que lo que se buscó en origen fue comerse a algún animal en medio de un festejo –como celebración–, pero engrandeciéndolo con el máximo de los respetos.

Con un esfuerzo que devino, además, en maestría por la celebridad que ha merecido para las bellas artes. Si es «lamentable tradición», ¿qué decir desde la Atlántida de Platón hasta hoy, donde «un hombre con un trapo y un hierro da muerte a un toro»?

[«Sánchez Dragó y los toros». YouTube, minuto 0:30].

Todo ese contenido, dentro de su desarrollo histórico, es, en opinión de Mosterín, un absurdo «torturador y cruel».

Si la cinegética es el arte de la caza y la tauromaquia el arte de lidiar, no hay razones para objetarlas como no sea arribando a una extravagante humanización del mundo animal.

Se cae en lo tremendo. Se humaniza al toro y a la pieza abatida. Se coloca al ser humano en el mismo rasero que al animal, puesto que esa misma ‘crueldad’ se daría igualmente en un ataque de lobos a un bisonte, etc.

La tortura es solo algo humano, no endosable al mundo animal. La pregunta es obvia: ¿Siente el animal esa ‘crueldad’ cuando es mordido? ¿Percibe el toro que el lobo o el hombre lo están ‘atormentando’?

Yo creo que no, en absoluto, porque esa ‘humanización’ no es consustancial al animal por ser entes diferenciados.

El toro y la pieza herida se valen con sus defensas o pueden burlar al agresor, incluso acabar con ese ataque produciendo la muerte de aquel que iba de matador.

El bisonte, el toro y el jabalí, por poner ejemplos donde las defensas son bien obvias, pueden resultar, ante un ataque, vencedores o muertos, o vencedores heridos (sin que haya muerte: recuperados).

Se trata también de un ‘buenismo’ que procede de Bambi o Disney, y que quizá esconde una justificación, como de lavar sus conciencias, por instalarse en algo que cree sagrado: poniéndose del lado del animal muerto y contra el humano que mata, aun cuando sea noblemente (cazando o toreando, éticamente).

Aquí sí se da una oportunidad para que exista un ‘juego’ fascinante, con el añadido de la incertidumbre ¿Qué nobleza, diríamos por contra, hay en matar en un matadero? Ninguna, ni se pretende; esto es esquivado simplemente.

La naturaleza no distingue a ser alguno cuando depreda. Un virus, una bacteria o un insecto, sin que se lo propongan lo más mínimo, pueden ser depredadores irremediables y fatales.

No hay humanización por cualquiera de las partes porque los hechos sobrepasan, imperiosos, a toda razón.

En la tesis abolicionista no hay examen de los conceptos ni se examinan otros, por eminentes que sean. Se explican solo frente al matar y bajo la necesidad que se tiene de comer.

Pero ¿acaso no se comen las piezas si hay íntegra caza y toreo? Se pasa de ello neutral.

Solo hay un maximalismo que no solo es displicente, sino que añade, altivo, la prohibición por mucha tradición que se tenga, y grandiosa que sea.

Jaime de Cecilio

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