Hasta los cazadores somos esclavos de la informática, del teléfono móvil y, últimamente, de las aplicaciones que facilitan nuestro natural desenvolvimiento campero. He tardado más de lo que suele ser habitual en ponerme a escribir el artículo de marras, porque el ordenador, al que tengo el “honor” de dirigir mis dedos, pensamientos e ideas, se negaba a arrancar, después de que una actualización de windows lo dejara como a perdiz herida tratando de levantar el vuelo sin conseguirlo.
En efecto, mientras contemplo el techo de la oficina, cruzo los dedos para que no ocurra el fatal desenlace y nuestro mejor amigo de aquí, sin duda el informático, solucione con su audacia un problema creado por unos sesudos programadores de cualquiera de las factorías de microsoft en el mundo, cuyo afán por renovar el software, casi a diario, hace que el hardware se caiga.
Pues bien, todo esto me ha traído a la memoria recientes historias venatorias en las que algún avezado cazador de escopeta, y paso firme en la siembra, malogra el tiro al conejo según repiquetea, atronador, su teléfono móvil. Al cual, incomprensiblemente, presta más atención. Otras, en las que al joven montero se le escapa el cochino al brillo cegador de la luz producida por los mensajes intercambiados con su nueva novia.
El otro día, me comentaba alguien, que convendría prohibir el móvil en las monterías. No por lo que acabo de relatar, sino más bien, debido al excesivo uso de las cámaras que se hace en ciertos lances para su posterior publicación en redes sociales. Lances, muchos, que sólo comprende el cazador, no el público en general. Lances, algunos de ellos, que incluso una vez vistos en facebook, ni siquiera el mismísimo cazador.
Las aplicaciones móviles son la nueva adulteración de nuestra pasión. Aplicaciones que, sin duda, terminarán por triunfar. La contemplación del campo a través del teléfono, de nuestras experiencias al paso de una u otra encina delatora, mientras nos perdemos la puesta o la salida del sol, el olor de la tierra, los chaparros, la jara, podrían despegarnos algún día del monte. ¡Esperemos que eso no ocurra jamás!.
Una imaginación, no demasiado desbocada, me lleva proyectar la realidad de los drones entre los horizontes venatorios. Esos aparatitos de cuatro hélices tan apetecibles para niños y adolescentes. No se, pero quizás no tardemos mucho en avistarlos tras la Berrea, el rececho del Corzo o la espera nocturna. Llegarán, obviamente, con detectores de temperatura para descubrir a ese macho cuya presencia nos ha sido siempre invisible y sólo puede ser superada con nuestra inteligencia. En breve, ya no hará falta…
La caza y la tecnología móvil, ¿parejos o antagónicos?, quién sabe… Para mí, que acudo a las sierras en atrevido alejamiento de todas las ataduras urbanas, aparecen incompatibles.
Y, sin embargo, aquí estoy, frente al ordenador, esclavo de sus teclas, suspirando por que no se vuelva a caer, abandonando mi mente en esa suerte de impotencia, frustración y rabia que me provoca el recuerdo ante la maldición de la pantalla azul y el “error inesperado al cargar windows”.
Eventualmente, el cazador cautivo de la ciudad y sus cadenas, lleva dentro de sí un alma insurrecta ante el cemento, una ilusión rebelde por verse algún día absolutamente retirado de los artificiales brillos, del plástico de larga duración y de la sumisión al móvil. Todos, nos envolvemos en ensoñaciones de madrugadas y anochecidas con vistas al prado, al terruño. Sensaciones reconfortantes, al contrario que las que nos provocan el disco duro y la copia de seguridad. Por algo será…
Manuel María Baquedano