Cuando recibí tu artículo me quedé perplejo: «¿He leído bien? Efectivamente, lo pone bien claro, se titula: «Sí a las perdices de granja». «¡bah! –pensé–, lo ha escrito para alborotar el gallinero». Sé que eres partidario de fomentar el debate en la revista, incluso la controversia, según me has comentado en alguna ocasión, y crees que el introducir temas polémicos ayuda a aguzar el ingenio, eleva el nivel intelectual y enriquece la discusión.
Pues bien, si es así, quiero ser el primero en entrar al trapo y animar el cotarro.
Lo he leído detenidamente y, para empezar, te diré, querido Paco, que a mi parecer partes de unas premisas que son discutibles cuando consideras que «la caza es una actividad de igual naturaleza que la agrícola o la ganadera»; solo te ha faltado añadir también la deportiva.
Reconozco que, bajo ese punto de vista, tendrías toda la razón, pero creo que la auténtica naturaleza de la caza, al menos de la que todavía a algunos ‘puristas coñazos’ nos gusta y practicamos, es otra.
Afirmas que de todos tus cazaderos habituales la perdiz salvaje ha desaparecido y que «si se quiere seguir cazando no hay más remedio que hacer lo que se viene haciendo: acudir a la cría artificial». En su artículo, aunque sin claudicar como tú, Eduardo Coca Vita se muestra igual de pesimista en cuanto al presente y futuro de la perdiz silvestre.
Te contaré mi experiencia de los últimos tres años, que me hace ser más optimista. En este tiempo he cazado bastante en un par de cotos de los alrededores de Madrid, que fueron tradicionalmente de lo mejor de perdiz y que sufrieron en los ochenta y noventa, más que en ninguna otra parte, la lacra de las sueltas masivas de perdices de granja, entonces de muy dudosa procedencia y con nulas garantías sanitarias, que provocaron la práctica extinción de las salvajes.
Pues bien, las sociedades de galgueros que gestionan estos términos en la actualidad llevan unos cuantos años sin soltar perdices, y las locales se han recuperado espectacularmente, permitiendo a los socios hacer cupos de dos, tres o cuatro perdices cazando al salto, dependiendo de la cría del año y lo avanzado de la temporada, como es lógico.
Un amigo me objetaba hace poco que las perdices que cazamos allí no serían genéticamente puras, y es muy posible que tenga razón. Cierto que la bravura que demuestran no es suficiente garantía y reconozco que no hemos realizado los análisis pertinentes para determinar su pureza, aunque hemos constatado que han nacido y crían en el campo; y si es cierto lo que afirman los estudios científicos acerca de las hibridaciones, la genética autóctona acabará imponiéndose a medio-largo plazo, si la dejamos.
Estamos de acuerdo en que la situación de la perdiz silvestre es delicada debido a la predación, al abandono del campo y, seguramente, a la mayor amenaza en la actualidad, aparte de las sueltas, que es el tratamiento con productos fitosanitarios con los que se blindan las semillas en la agricultura moderna (supongo que leerías el artículo sobre el Proyecto Semillas del IREC que publicamos en el número 555)
Estas son ya trabas suficientes para que además se anime a los cazadores a tirar la toalla y soltar perdices de granja en sus cotos como única opción. Mensajes negativos como este hacen peligrar la conservación de lo que verdaderamente está en peligro de extinción, que es el cazador exigente y comprometido.
Hace unos días, tras leer tu escrito, cambié la escopeta por una pequeña camarita digital y me uní a dos compañeros de cuadrilla para documentar una jornada de caza en uno de estos cotos. «Un día de perros» podría titularse la colección de fotos obtenida, en el que el agua, el frío y el viento, si bien no facilitaron la cacería, sirvieron para dar un toque dramático y de autenticidad a las escenas.
La crónica gráfica de esa jornada nos ha servido para enlazar la serie de artículos que, sobre la imagen del cazador ante la sociedad, publicamos en Trofeo Caza nº560 .
Espero que esta humilde aportación, más práctica que teórica, ayude a que algún cazador no pierda la esperanza, o a que otros la recuperen.
Pablo Capote