Amar es disfrutar, decía Aristóteles. Amamos la caza porque la disfrutamos de modo intenso, porque provoca en nosotros, los cazadores, un cúmulo importante de sentimientos que nos conducen al disfrute pleno.
Amamos el entorno en que la practicamos, porque disfrutamos inevitablemente de él. La belleza de los campos, montes y sierras tienen poco parangón con nada o casi nada. No hay obra del ser humano, por ingeniosa, práctica, útil e, incluso, bella que sea, que pueda competir en grandeza, majestuosidad, pureza, delicadeza, complejidad y variedad, con la obra natural. La limitación de la obra humana confronta con la infinidad de la cambiante obra natural. El hombre va siempre un paso por detrás.
Esa conjugación de efectos nos lleva a no dejar jamás de aprender de la misma, a ser sorprendidos una y otra vez por ésta. Disfrute pleno. Amor sincero.
Esos sentimientos son fuente de inspiración, también en la venatoria, de las manifestaciones artísticas más profundas del ser humano cazador en los más variados campos: pictóricos, musicales, literarios…, y proyectan nuestras ilusiones y deseos al plano de la auténtica felicidad.
Amamos la dificultad de su práctica, el reto que nos genera y lo incierto de sus resultados que, nos mueven, una y otra vez, a persistir en su ejercicio, a continuar en el empeño para, tal vez, darnos de bruces con el éxito que nos imaginamos.
Amamos sus secretos, sus condicionantes e imposiciones, que la terminan por convertir en una relevantísima escuela de vida. Porque en la práctica de la caza nunca se deja de aprender, como antes decía. De aprender de la naturaleza, de los animales que la integran, de la, unas veces magnífica y otras tantas reprochable, condición humana, y de la esencia del propio ser, tan usualmente insoportable, al que enfrenta una y otra vez con sus propias creencias y pensamientos.
Amamos las lecciones que nos da, imponiéndonos en muchas ocasiones una hoja de ruta imprevista y no trazada de antemano, que trunca nuestras expectativas de triunfo y echa por tierra nuestras ilusiones.
Amamos la soledad que nos reporta en la práctica de alguna de sus modalidades y el calor de los amigos en otras tantas diferentes. Espacios para pensar, espacios para compartir.
Amamos que forje el nexo de unión que nos conduce a formar parte del misterio de la vida salvaje, por el que nos guía a conocer y comprender qué supone la vida y qué la muerte.
Amamos la sencillez de su disfrute y a la par su multiplicidad, y disfrutamos con sumo deleite de sus frutos en nuestras mesas y manteles en sana compañía con familia y amigos.
Realmente, la disfrutamos profundamente y, por tanto, la amamos con idéntica extensión. No le faltaba razón al sabio filósofo.
Sigamos haciéndolo día a día, sin complejos, sin ambages, reconociendo nuestra condición de cazadores sin tapujos, defendiéndola siempre que sea necesario.
La caza se lo merece. Nos regala esa magna felicidad.
Ramón Menéndez-Pidal.