A vueltas con el lobo

Es imposible haber tenido un encuentro como el que tuve el pasado 20 de diciembre de 2023 y abstraerse de ello sin hacer una serie de reflexiones que parece que nadie desde nuestra Administración se hace. En una jornada que preveía plagada de satisfacciones, por lo mucho que me gusta disfrutar de los recónditos enclaves que nos ofrece Sierra Morena, para gozar de la plenitud de la naturaleza y coger, ¿por qué no?, un puñadillo de níscalos mientras te sorprendes con la presencia curiosa de una cierva, el concierto de percusión de los picapinos y la compañía de un sinnúmero de pajarillos que hasta parece que te regañan por importunarles, los lobos me dieron un buen susto.

Caminaba ensimismado registrando con la vista cada rincón de la pinocha buscando los apreciados hongos, cuando desde el fondo del barranco me sorprendió un aullido que me dejó petrificado. Era un aullido de lobo. Hace ya cuarenta años crié en mi casa de Arturo Soria, en Madrid, una loba que alguien, vaya usted a saber por qué, abandonó junto a los cubos de basura con apenas un mes de vida y que, compadecido por su lastimero quejido, recogí y me lleve a mi casa pensando que era un perrillo. La llamé “Loba” y solo supe con certeza de su especie cuando con seis meses la llevé al veterinario para vacunarla. “Loba” finalizó sus días en el zoológico de Madrid, pues ya con un año asumí que, a pesar de su comportamiento cariñoso y docilidad manifiesta, podría resultar un peligro.

Viene a cuento la reseña, porque de aquella experiencia se me quedó grabado para siempre el aullido de mi loba cantándole a la luna llena. O el que emitía cuando alguien que no fuera de su agrado se acercaba a menos de cien metros de la casa.

El sonido inconfundible del aullido de un lobo es para mí casi familiar.

Yo bajaba por la misma trocha de fauna por la que ella subía. Era una hembra que llevaba la nariz pegada a un rastro caliente y que posiblemente por eso no se detuvo hasta que no nos separaban menos de veinte metros. Yo petrificado, ella también. De fondo, en el barranco, los aullidos de sus compañeros. Dejó caer la cola, me enseñó su terrible dentadura y emitió un gruñido que me hizo reaccionar como cuando gruñe mi perro. Levanté el bastón, grité y ella, supongo que sorprendida, metió la cola entre las patas, adoptó un encogimiento en toda su figura y con todos los dientes al aire, gruñendo con las orejas pegadas al lomo, se fue alejando sin perderme la mirada en ningún momento, trazando un semicírculo cada vez más amplio entre los troncos de los pinos.

Admito sin sonrojo que pasé miedo y que llegué al coche con la ropa para escurrirla, literalmente empapada en sudor, a pesar de los dos grados de temperatura ambiente.

¿Por qué nos ocultan la presencia de lobos en estas latitudes?. Hace años, el lobo podría representar un peligro para el ganado o para la fauna, y excepcionalmente también para las personas. Pero es que ahora la situación de nuestras sierras ha cambiado mucho, donde antes había caminos de herradura intransitables salvo para las bestias, ahora tenemos pistas forestales en mejor estado que el circuito del Jarama, por donde pasean niños con bicis, familias que salen a tomar el sol, buscadores de setas y de selfies. La sierra ha dejado de ser un espacio para conocedores del terreno a ser un lugar de esparcimiento sin límites para gente que anda por una pista forestal como el que pasea por la Gran Vía, pero con menos contaminación. Estás cogiendo setas y de repente ves aparecer un todoterreno del que se apean dos señoras jóvenes, sacan los carritos de bebé, una bici pequeñaja y se ponen a pasear por la pista forestal como el que está en el parque del Retiro. (Puedo jurar que alguna hasta con tacones).

El lobo es un peligro latente, que como cánido tiene híper desarrollado el instinto de persecución. Un niño pequeño en bicicleta que pedalea entre risas y grititos por un camino en medio de pinares inmensos, para mi puede ser una imagen bucólica cargada de belleza, que despierte una sonrisa. Para un lobo es la imagen de una presa en esencia, que sin duda despertará su instinto de persecución y caza. Y aquí puede sobrevenir la tragedia.

Son muchas las personas que pasean por la sierra acompañadas de pequeños perros que también pueden atraer al lobo.

En zonas donde habita el gran depredador debería haber carteles enormes avisando de su presencia y su peligro. El lobo no es un personaje de Walt Disney, ni es de peluche. El Lobo mata para sobrevivir y no se alimenta de carroña mientras haya piezas vivas. Mata todos los días y donde pueda representar un peligro debe ser difundida y conocida su presencia.

Actualmente, la gente va a la sierra con las mismas ropas y las mismas precauciones que va al Burger. No son conscientes del peligro, piensan que pueden acostarse encima de cualquier perro, que pueden saltar cualquier valla y que es una aberración que los mastines lleven carlanca. En cualquier sitio te encuentras con una familia con tres o cuatro críos que corretean felices por el campo mientras sus progenitores vigilan con abnegación las notificaciones del móvil.

Decía Serrat : “No esperes que un hombre muera, para saber que todo corre peligro”.

Pues eso, no esperemos que un niño muera para avisar de que hay peligro en las zonas donde está llegando el gran depredador. Yo me encontré con ellos a escasos cuatro kilómetros de un pueblo de casi mil habitantes, y de la autovía que une Andalucía con Madrid, a su paso por Despeñaperros. Me quedé petrificado y actué de forma amenazante. Posiblemente, si hubiera echado a correr asustado, no estaría contándoles lo sucedido. Fueron muchas las veces que escuché a mi abuelo, minero en el Centenillo, decir: “Si os encontráis con el lobo, no corráis. Tirar la punta de la faja al suelo y alejaros despacio, arrastrándola”…

Carlos Enrique López Martínez.

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