Mi tío Patxi era el más joven de mis tíos y yo soy el mayor de los sobrinos. Esta circunstancia hizo que los escasos 13 años que nos separaban nos uniesen mucho, especialmente en un momento de nuestras vidas, cuando yo tenía esa edad más o menos, en la que juntos iniciamos el viaje que nunca se acaba, un viaje de llanuras, de sierras, de perdidos, un viaje de olores, de sonidos, un viaje de emociones y de vida. Un viaje a través de la más ancestral de las pasiones humanas, la primera decía Ortega. Un viaje a través de la caza.
Mi tío Patxi me enseñó que la caza es una forma de entender la vida, de relacionarnos socialmente, de establecer vínculos que duran siempre, de aprender, siempre aprender.
Mi tío Patxi tenía un Renault 18 al que le dimos la vuelta al cuenta kilómetros deambulando por este gran coto de caza que llamamos España. Recuerdo vívidamente ese coche, con la guantera llena de cajetillas de Kruger Blanco, aún fumaba por entonces, oliendo a humo, a barro y a tomillo y a chuletas asadas y a gachas y oliendo sobre todo a amor recíproco de maestro y discípulo. Porque mi tío Patxi nunca fue profesor, siempre fue maestro.
Mi tío Patxi era capaz de explicármelo todo, por raro que fuese lo que le preguntase. Recuerdo una vez, ya algo más mayores los dos, que le pregunté cómo podía explicar esta pasión que sentíamos a los que no nos entienden, a los que piensan qué nadie en su sano juicio se levanta a las 4 y media de la madrugada, conduce 300 kilómetros, se sube por un camino lleno de piedras y barro a un portillo y durante 4 horas de incesante viento y lluvia y sin ver un rabo, puede sentirse tan feliz. Mi tío Patxi me dijo, “sobrino” (siempre me llamaba sobrino), “¿tú has tratado de explicar lo que se siente cuando estás enamorado? Muy pocos lo han conseguido. Pues esto es así, se siente o no se siente, pero no se puede explicar”
Mi tío Patxi es la persona con más amigos que he conocido. Es verdad que como ha escrito alguien, él era un renacentista de libro. Le daba a todos los palos, la música, la familia, el periodismo, la literatura, la docencia, el cine, la caza y yo que sé cuantas cosas más. Y en todas tenía amigos, muchos amigos. Mi tío Patxi tenía una virtud por encima de todas, siempre era el mismo. Daba igual que estuviese con el más humilde de los marqueses o con el más señorial de los perreros, siempre era el mismo. La misma buena persona siempre. Y eso hacía no solo que todos le quisiesen, sino que además, todos quisiesen al mismo.
Mi tío Patxi era puro pegamento, en parte por su enorme pasión por la gente, por vivir siempre rodeado de gente. Yo he tenido la suerte de vivirle en dos grandes facetas de ese renacentismo que emanaba, la familia y la caza. Ambas pierden a un referente irremplazable, pero nos queda su recuerdo y su enseñanza de maestro.
Tío Patxi, sabes que cuando esté en el monte en ese puesto de suelta y cargando aire, que son los míos, miraré hacia arriba, pero no estaré mirando al cielo, sino a ese cierre de la cuerda desde el que tu, rodeado de jaras y lentiscos y oyendo las ladras de tus Valduezas, me estarás mirando.
Hasta siempre, maestro, nos vemos allí arriba.