La mañana ha amanecido fresca. Bueno, para ir en moto diría que fría. 15 grados andando podría ser fresco, pero en moto la sensación térmica baja hasta situarse por debajo de los diez. Frío sin más. Primeros rayos de sol, primeras identificaciones y saludos con cazadores, que pasean su esperanza de un buen lance entre lo más espeso del monte. Primeras ladras de la mañana, primeros conejos que rompen el pasto dejando traseros los tiros y cercanos los hocicos de los perros que les acompañan hasta el encierro, donde truncarán la ilusión de los canes por cogerles. Cada domingo se repite la rutina, los cazadores buscan sus presas en la Sociedad de Caza y Pesca de Linares. Yo busco al cazador que quiere jugármela abatiendo uno más del cupo y que se convierte así en furtivo dentro de su propio coto. Entre medias, algún ciclista que desafía las señales que le avisan del peligro de adentrarse en una zona de caza o algún senderista que se enfada y clama al cielo porque se ha metido a andar en un coto de caza y ¡escucha disparos! Cada loco con su tema, y el domingo avanza, como cualquier otro, amenazando con dejar paso a un lunes cargado de recuerdos de “ayer”.
Me adentro con la moto por las olivas, escucho chillar a un perro y apago el motor pensando en identificar al cazador que acompaña al can que late (la mayoría de los perros de caza, cuando persiguen a un conejo, “chillan” como si se quejaran de que el otro no se deja coger). No veo a nadie, pero vuelvo a escuchar chillar al perro. Dejo que la voz del animal me dirija y veo con sorpresa que el ladrido procede del interior de un pozo. En esta zona de minas son frecuentes los pozos sin tapar y las “hundiciones” provocadas por la tierra que cede caballerosamente paso al agua, provocando pozos que descienden hasta las galerías de las antiguas entrañas de plomo y plata.
El perro ha detectado mi presencia y chilla, y ladra y chapotea en un agua que el oído adivina veinte o treinta metros por debajo de la superficie. El pozo está perfectamente mallado pero tiene un paso, un conejo ha hecho su madriguera en el interior del vallado y a fuerza de entrar y salir ha abierto un pequeño desfiladero por debajo del alambre que ha debido de servir de “coladero” al perro que ahora llora su imprudencia quizás a una treintena de metros por debajo del terreno que yo piso.
Mientras pienso qué hacer, me arrodillo junto al paso del conejo y analizo el alambre y la abertura, no hay un solo pelo enredado en la alambrada y el espacio es minúsculo. Por ahí no ha podido colar un perro. Después del primer análisis mi afirmación es categórica, si el animal no es del tamaño de un yorkshire, no se ha caído por casualidad.
Decido llamar a un amigo del Seprona y es el que me pone sobre la pista buena: Avisa a los bomberos de Linares, son unos “máquinas”. La semana pasada rescataron también una cigüeña de un pozo.
A partir de ahí San Google me facilita el teléfono del Parque de Bomberos.
Me atiende una voz de mujer, le explico lo que ocurre y su tono me transmite confianza, creo que hasta veo su sonrisa por teléfono. Me asegura que en un rato me vuelven a llamar para explicarme cómo actuar.
¡Ojala todos los ratos de espera fueran como este! Apenas he devuelto el teléfono a la funda cuando suena y al otro lado se identifica el cabo Pino, del Parque de Bomberos de Linares, que me pide todos los datos necesarios para identificar el lugar y me informa que al no ser un caso urgente tardarán sobre una hora en acudir.
Estoy en medio del campo, en un lugar desconocido para el cabo de bomberos, al que más o menos le he dicho la distancia que nos separa y la dificultad de los carriles para acceder al pozo en cuestión, y me dice que: como no es urgente, tardarán ¡más o menos una hora! ¡Pues si fuera urgente, antes de colgar me estaba echando el brazo por encima del hombro! Bueno, supongo que lo ha dicho así para que me lo tome con filosofía y me dispongo a tres o cuatro horas de espera. Pongo la moto a la sombra, aviso a mi hijo que no me espere a comer, y vuelvo a dar una segunda inspección al perímetro mallado, mientras le cuento al perro que van a venir a buscarlo y que se ponga muy contento que va a ver a los bomberos en acción. Le hablo y noto que el pobre bicho se tranquiliza y deja de lamentarse. Por experiencia, sé que todos los animales responden positivamente cuando se les habla con voz suave y casi infantil. Creo que hasta le he contado que ayer el Betis palmó con el Madrid 2-1… Suena el teléfono. Vuelve a ser la voz femenina del Parque, que me informa que debo salir ya a buscar al equipo que se desplaza a mi zona al cruce de carriles que les he indicado. Miro el reloj, ¡tres cuartos de hora han transcurrido desde mi primera llamada!, esta gente son la leche. Mi mente vuelve a aquellos años en que los críos botábamos en las butacas del cine Roselly, cuando el cabo Rusty tocaba “carga” y el Séptimo de Caballería hacia volar sus caballos entre nubes de polvo .
Miro al pozo y mientras arranco la moto, casi grito:
— ¡Tranquilo, perro, que ya está aquí tu Séptimo de Caballería!
Desde el cruce se divisa el puente que pasa por encima de la carretera. Escucho acercarse un vehículo y al poco aparece un Land Rover rojo. Son ellos, no cabe duda.
Alcanzan mi posición y del coche descienden dos hombres que me tienden su mano, el cabo Pino, y Jesús, el jefe del Parque que se suma también al reconocimiento previo. Pongo en marcha la moto y nos adentramos por el carril que conduce a las inmediaciones del pozo. Tengo la sensación de que estoy conduciendo a la cabeza de puente de un grupo de héroes sin capa que se van a enfrentar a lo desconocido por salvar una vida, aunque sea la de un perro. Mi misión está a punto de concluir con éxito, voy a poner en la posición correcta a las personas adecuadas para que todo salga bien para mi compañero de tertulia de hace un rato. Juro que tengo ganas de gritar: ¡Tranquilo, perro, ya están aquí! Pero me muerdo la lengua, no vaya a ser que estos dos, que acaban de conocerme, pongan en duda mi integridad mental.
Ahora me toca informar, escuchar y admirar. Sí, he dicho bien, admirar. Mi primera impresión es de admiración. El cabo Pino se va equipando con material de escalada y seguridad mientras le veo hacer un recorrido con la vista rápido y minucioso de cada detalle del terreno que nos rodea, de la malla que protege el perímetro del pozo, y de las condiciones de la boca mientras intercambia opiniones con Jesús, el jefe. Ambos actúan pensando en la seguridad de los hombres que han de venir después y a los que ya han hecho una llamada para confirmar el material que será necesario para afrontar la misión con éxito.
El perro ha dejado de ladrar, parece que intuye que el final de su confinamiento está cercano. La línea de vida, una cuerda que han montado entre Pino y Jesús, que atraviesa el pozo uniendo los troncos de un olivo y un acebuche, está lista para ser el elemento que asegurará a los rescatadores mientras hacen maniobras al borde del pozo. Jesús me indica que puedo salir a buscar al segundo coche que ya está en camino.
Por fin, todos juntos al pozo. Los Land Rover situados para afianzar las cuerdas, cada componente del grupo equipándose y colaborando con el compañero. No hay un gesto precipitado, todos saben que la seguridad es lo primero, me sorprende ver lo rápido que hacen todo sin ir apresurados. Se designa al rescatador y al apoyo que controlará las cuerdas en el borde mismo del pozo. La escalera se ha situado en una esquina de la malla y los dos hombres salvan los dos metros de altura que nos separa del precipicio. Silencio. Concentración. Solo las palabras necesarias hieren el aire como si molestaran. Cada uno sabe lo que tiene que hacer.
Un chaval, que a mí me parece muy joven, afrontará la responsabilidad del rescate. Sus compañeros, ahora actúan como una manada. No importa quién haya asumido el mando, se respira la tensión en esas musculaturas como cuerdas de guitarra. Los gestos ahora se han contraído . Todas las miradas están fijas en el compañero que está empezando el rapel que le sacará de nuestra vista. Todos pendientes de salir en su socorro si lo necesita. Jesús, el jefe, revisa con la vista a intervalos regulares la seguridad de las cuerdas y la posición de sus hombres. El cabo empieza a hablar por radio con el rescatador, sin perder un segundo de vista al hombre que permanece en tensión al borde mismo del pozo esperando para saltar si el de abajo precisa de su ayuda. Cada respiración importa.
— ¿Lo ves?
— Todavía no.
Creo que se me van a contracturar la mitad de los músculos del cuello y la espalda, estoy intentando grabar un vídeo pero me he contagiado de la tensión de este grupo, que cada uno en su posición, parecen ballestas cargadas esperando solo la presión del gatillo, para salir a auxiliar al compañero.
— ¡ Lo veo!
— ¿Está bien?
— Sí, es muy jovencillo, jajaja. ¡Me está comiendo a lametazos! Todo perfecto, en cuanto se tranquilice un poco lo meto en el petate y lo subo.
Todos nos miramos sonriendo, la tensión se relaja lo justo para un par de comentarios y vuelve a su máximo exponente cuando la tirantez de la cuerda indica que el rescatador inicia la ascensión.
— ¿Lo subes o te subimos?
— No, no, ¡subo yo!
Treinta y cinco metros de pared lisa de piedra y tierra le separan de nosotros.
El perro vuelve a chillar y sus movimientos dentro del petate, que viene colgado a la cintura del bombero, dificultan la ascensión, pero este tío tiene los brazos como los muslos míos: una juventud maravillosa y una entrega inenarrable. Una vida que estaba a punto de perderse pende ahora de su cintura. Por fin le vemos aparecer. Siento ganas de aplaudir. Los últimos metros nos dejan admirar todo el esfuerzo realizado. El compañero que espera al borde le lanza una mano que el que sube aferra con fuerza y corona. Se arrodilla, desata el petate y aparece la cabeza negra del can, que se deshace repartiendo lengüetazos de agradecimiento a diestro y siniestro. El rescatador lo empuja por encima de la valla para que lo recojan sus compañeros; otra tanda de lengüetazos de cariño sin fisuras. Este perro no olvidará nunca el color rojo de estos uniformes que ahora forman una piña ofreciéndole agua fresca y más caricias. Yo he asistido al que podría haber sido un guion para un cuento de Navidad, y ahora, mientras compruebo como la tensión abandona el olivar dejando paso a las bromas las sonrisas y las felicitaciones, estoy convencido de que, como el perro, jamás podré olvidar lo que hay dentro de estos uniformes rojos. Cada vez que pase por la puerta de un Parque de Bomberos dedicaré mentalmente mi sonrisa y mi reconocimiento a los que están allí dentro, esperando que suene el teléfono para salir a jugarse la vida.
Texto e imagen | Carlos Enrique López Martínez