Aunque siempre es un placer disfrutar de una buena película, y más aún si su protagonista es una joven y despampanante Angelina Jolie, no toca hablar de cine, aunque se trate de cazar a un malvado coleccionista de trofeos, trofeos que no son otra cosa que los huesos de sus víctimas.
No es ni mucho menos mi intención establecer analogía alguna entre los trofeos venatorios y los que, según Hollywood, atesoran los psicópatas homicidas. Pese a que este sea un argumento muy de ecologista anticaza, nada que ver con la realidad.
Conozco desde hace años Bone Collector, ese estupendo programa de caza del Outdoor Channel, que desde hace más de una década y de la mano de Michael Waddell, ha forjado una empresa dedicada a defender la cultura de la caza, “para los amantes del aire libre, los guerreros de fin de semana, los obreros y trabajadores que realizan horas extras para dedicar tiempo a hacer lo que aman.
Bone Collector trata de promover la caza y la cultura del aire libre para que todos tengan la oportunidad de disfrutar de nuestro derecho a cazar, el que Dios nos ha dado”, según palabras de Waddell. Los incontables seguidores de este icono de la caza en Norteamérica se agrupan en torno a The Brotherhood, la Hermandad.
Y fue allí, en el Blog de la Hermandad, donde descubrí un artículo publicado en Hook & Barrel, en el que se trata un tema sobre el que se vierten ingentes cantidades de tinta, a ambos lados del océano: la caza de grandes trofeos, o “caza trofeista” como algunos la denominan.
Entre las múltiples acepciones que la RAE nos ofrece del vocablo “trofeo”, y aunque quizá sea la más disparatada, yo me quedaría con: “Objeto usado por el enemigo en la guerra, del que se apodera el vencedor”. Pero, aunque la RAE ofreciera infinitas acepciones, ninguna de las respuestas contentaría a todos, y siempre habrá algún talibán que solo dé por buena su definición; el de siempre, el orate poseedor de la eterna verdad.
Si tuviera que definir “trofeo”, esta sería muy simple y creo que ajustada a una realidad consensuada: un “trofeo” es la representación física de un recuerdo, de un logro, de una emoción, de un lance. Independientemente del número de puntas, grosor y peso de sus cuernas, años del animal, color o belleza.
Doy por hecho que hablamos siempre de todo o parte del animal abatido, aunque algún romántico añadirá a la lista la cicatriz, el hueso roto o guijarro que le hizo marrar el lance. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, su mente volverá a revivir una y mil veces el momento ante su simpe mirada.
Esta acepción se acercaría bastante a la idea que Waddell expresa en la citada entrevista cuando habla de su deber como comunicador: “Hacer que la gente se dé cuenta de que no se trata del ciervo más grande, sino de las cosas más pequeñas, las que más importan. La ardilla debajo de tu puesto, ese pájaro que aterriza en la rama a tu lado, la salida del sol regalo de Dios rompiendo las ramas y la camaradería del campamento, no el trofeo.
Dicho esto, añadiré que no hay nada de malo en cazar grandes trofeos, me encanta cazar grandes trofeos, pero no dejo que ese sea el único factor que me mantiene en los árboles. Cazar no se trata de matar, se trata de la experiencia”.
Afortunadamente, a ambos lados del Atlántico la esencia de la caza prima sobre la calidad del trofeo. Pero mientras en la cuna de la conservación, los cazadores americanos no demonizan la “caza trofeista”, a este lado del charco, algunas voces se levantan enojadas señalando con el dedo a aquel que “puede o quiere” hacerse con el mejor de los trofeos.
Enarbolando la bandera de la conservación. Curiosamente, allende los mares, son los animalistas, veganos y pseudoecologistas, los que entonan los mismos argumentos que aquí algunos cazadores de imantada brújula.
No voy a bajar al ruedo de la Antropología para señalar el tocado del jefe del clan, ese que luce las cuernas más grandes y cuyo manto no es otro que la piel del enorme oso que amenazaba a los suyos, y que dio de comer de forma abundante al clan.
No voy a señalar que nuestra memoria genética reclama ese puesto y, por ende, la simbología que le rodea. Voy a adentrarme en algo mucho más mundano. Pues, al igual que antaño el mejor cazador lucía los mejores trofeos, hogaño los cazadores muestran sobre sus paredes, o engarzados en sus cuellos, trofeos fruto bien del azar o la constancia, bien del saber hacer y el esfuerzo por dotar a sus predios de estos, bien, en muchas ocasiones, otras no, del lícito resultado de ese montón de horas extras del que hablaba Waddell.
Tampoco me voy a meter en charcos de conservación, pero sí voy a poner el acento sobre algo muy importante y que es imposible obtener, salvo por azar, sin el resultado de una excelente, continuada y milimétrica gestión en fincas y acotados.
El concepto “valor”, a nadie se le escapa. Cuanto mayor sea el valor de un trofeo, mayor será el interés que suscite. Y no voy a otorgar distinto valor a una imponente res cobrada a rececho, fruto de la gestión realizada durante años por la propiedad, que al deslumbrante plantel que tras una montería ofrece orgulloso el gestor del predio.
Pues el mismo esfuerzo y tesón son necesarios para ambos, aunque su gestión sea diferente, mas no menos ardua y complicada. Los trofeos “cosechados”, como dicen los americanos, por los partícipes en las distintas modalidades, ya sea pelo o pluma, pueden otorgar, o no, un reconocimiento al cazador; pero, sin duda, lo hará a quien ha conseguido, gracias a su gestión, ponerlos a su alcance.
Al final, he acabado hablando de conservación, pues para conseguir esos resultados de los que hablamos: el cuidado de la genética, de la calidad del sustento, de esa disponibilidad de alimento y agua, a la par de unas densidades ajustadas en cantidad, sexo y edades a la “capacidad de carga” del entorno que los cobija, no deviene en otra cosa que en la mejor “conservación”.
El coleccionista de huesos trofeista se ha convertido, pues, en condición sine qua non, en la razón última de esa conservación, en la inmensa mayoría de los casos. Pues conozco pocas fincas o acotados que puedan ofrecer esa calidad de paisajes y ejemplares, si su fin último no es la venatoria; si bien podría nombrar multitud, en el sentido contrario.
Volviendo atrás, hay una cosa que me llama terriblemente la atención respecto del orate poseedor de la eterna verdad, ese que se alza en contra del “cazador trofeista”: el postureo en redes sociales del mancebo en cuestión, ante o mostrando una pared repleta de trofeos, del que cuelgan medallas que simbolizan distintos metales, normalmente con pretensa abundancia del dorado.
Medallas que muestran el valor del trofeo demostrado por la res abatida en el caso de la caza mayor, y en virtud del resultado obtenido por la aplicación de las fórmulas de medición del Safari Club Internacional o del CIC.
Y cuyo otorgamiento oficial se realiza en España tras su estudio y homologación por la Junta Nacional de Homologación de Trofeos de Caza y las distintas Comisiones Autonómicas, encargadas de aplicar las fórmulas de valoración correspondientes a cada especie. En España, las adoptadas por el Consejo Internacional de la Caza y Conservación de la Fauna (CIC).
Prueba de la importancia de la medición del valor de los trofeos es que los Catálogos Generales de Trofeos, editados por la JNHTC, y los Libros de récords de trofeos de especies cinegéticas, Record Book, del SCI, son imprescindibles herramientas de consulta, a disposición de todos los cazadores del mundo, para conocer el estado de salud de una especie en determinado lugar y, con ello, un factor determinante a la hora de escoger un destino de caza. Pues en ellos se puede consultar “el valor en puntos” de las distintas especies, fecha, región y finca, donde su propietario realizó el abate.
No sé si Caín guardó como trofeo la quijada con la que se apioló a Abel. Pero algo en mi interior me dice que la quijada era de venado, y ambos cazadores.
Laureano de Las Cuevas.