La montería siempre ha sido una caza colectiva en la que intervienen un gran número de personas, cada una, hablando coloquialmente, de su padre y de su madre, pero todas con un denominador común: la pasión por esta forma de cazar propia de nuestras sierras ibéricas.
En la montería se viven diversos momentos y todos diferentes, desde el bullicio reinante en la junta de todos los monteros llegados de diferentes lugares de España, conversaciones intentando adivinar qué es lo que nos va a deparar el día, los ladridos de los valientes esperando impacientes la apertura de los portones, el murmullo de voces durante el sorteo, la llamada de los postores que darán paso al silencio camino hacia los puestos y, una vez en ellos, nos integraremos en ese rincón montero en el que disfrutaremos de las maravillas que nos da el monte en forma de aromas, sonidos, luces y sombras.
Llevo ya bastantes, por no decir muchos, años monteando –ya peino algunas canas– y he visto todo tipo de montería unas realmente bien organizadas en las que, una vez finalizada la batida, la hora de partir hacia casa se ralentizaba voluntariamente y otras en las que el desacierto del organizador, el prácticamente inexistente trabajo previo de preparación de la mancha y el descontrol general durante la montería han provocado un mal resultado que ya estaba escrito antes de empezar y que ha originado que lo único que quería era que acabara la montería, abandonar el puesto, comer rápido y emprender cuanto antes el camino de vuelta a casa.
Y, como dice el refrán, la experiencia es un grado. Y esta experiencia labrada en mi persona a lo largo de los años, me ha vuelto más receloso y selectivo cuando tengo que reservar un puesto.
Trato de evitar las llamadas «romerías» compuestas de una multitud de monteros y acompañantes y que el organizador, con un afilado afán de lucro, intenta acoplar en una mancha en la que normalmente caben la mitad de puestos, con el consiguiente riesgo al estar demasiado cerca entre ellos y reducir ostensiblemente el tiradero de cada uno.
Yo, personalmente, no disfruto en absoluto cuando tengo que estar pensando en lo que va a hacer el vecino cuando siento el arrollón de monte de una res que viene a toda velocidad empujada por las rehalas hacia nuestros cercanos puestos.
Y, para evitar sobresaltos, el nivel de descarte que tengo es muy alto y el fervor montero que tenía hace unos años –que hacía que no me perdiera ni un solo día de montería de la temporada– se ha convertido en reducir el número de jornadas monteras, pero con un disfrute mucho mayor… ¡Menos es más!
Volver a cazar en ganchos con los amigos de siempre me ha devuelto mucha ilusión por montear que tenía olvidada.
Algunos pueden considerar los ganchos como monterías de segundo nivel; nada más lejos de la realidad: ¡los ganchos son la esencia de la montería!, son un legado que nuestros antepasados nos han transmitido a lo largo de los años y que no debemos nunca aparcar en el olvido.
Los ganchos los organizamos entre unos pocos, no es necesaria una gran logística propia de los grandes eventos monteros y cada uno aporta su trabajo y colaboración para que todo salga a la perfección.
Normalmente, el gancho empieza la noche anterior en la que disfrutamos de una velada compartiendo viandas, tertulia, alguna copa y, si se tercia, el clásico mus.
Ilusión a raudales por compartir estos momentos con amigos, sabiendo que vamos a montear un pequeño manchón de monte, con pocos puestos y que nos puede deparar alguna sorpresa.
Al día siguiente, al alba, ya estamos empezando la jornada, compartimos el primer café junto a una lumbre en la casa de la finca, sentimos el aroma de las migas cocinadas a fuego lento y sobre una mesa colocando las escasas tarjetas de puestos para sortear una vez terminado el desayuno.
Llegan las rehalas, amigos que ya conocemos de hace muchos años, perreros de confianza, con sus zahones curtidos en mil batallas en la sierra y que, una vez finalizado el gancho, compartirán con todos la sobremesa.
Dos horas, tres a lo sumo, de monteo, no hay prisa, que los valientes recorran cada rincón de la sierra, ladras de los punteros y el perrero parado, escuchando con ilusión el trabajo sus podencos.
Y, terminado el gancho, todos ayudamos, hay que recoger las reses y volver cuanto antes a la junta para valorar el resultado, colocar el plantel con el máximo respeto y disfrutar de un merecido almuerzo montero junto al resto de amigos.
Aquí no hay envidias ni malos modos, todo lo contrario, si tu compañero del puesto vecino ha tenido más suerte que tú, disfrutas igual o más que él, le ayudas en lo que necesite, le fotografías junto a su trofeo y compartes estos grandes momentos juntos.
Así es montear entre amigos en un pequeño gancho, todo es más pequeño, más cordial, más montero.
Hoy en día, en muchos casos, la montería se ha convertido en un negocio en el que se busca una rentabilidad económica que entiendo, siempre y cuando se hagan las cosas bien, se respeten las tradiciones y la montería no se convierta en una competición de tiro en la que llego, saludo, disparo y me voy.
La montería española es tradición y los ganchos forman parte de ella.
Todos, alguna vez, hemos vivido estos momentos, hemos disfrutado del sabor auténtico de la montería, que no es otro que cazar con amigos.
Cazar un gancho te permite disfrutar plenamente de cada momento del día, sin prisas y planteándote el día de caza como un acontecimiento único en el que la premisa más importante es disfrutar de esta forma de caza con amigos que son monteros como tú. Si logramos mantener esta forma de cazar, la tradición montera seguirá perdurando a lo largo de los años.
Olvidemos el cuanto más, mejor, y demos prioridad a disfrutar la verdadera caza en montería, con sus tradiciones, respetando sus normas, cuidando el monte y teniendo muy en cuenta que montear no es solo pegar tiros, es mucho más.
Los ganchos nos permiten vivir con intensidad nuestra montería, que los jóvenes aprendan a montear sin prisas, comportándose en todo momento como mandan los cánones monteros, compartiendo buenos momentos y empapándose de tradiciones que, en el futuro, podrán transmitir a sus hijos para que la esencia de la montería nunca se pierda en el olvido.
Yo, personalmente, seguiré reservándome con toda la ilusión esas fechas en las que me juntaré con los amigos de siempre para dar un gancho en aquel cerro de monte apretado tan querencioso para los cochinos y, si hay suerte, que aparezca ese gran venado que vio el guarda y que, posiblemente, ya esté en otras sierras lejanas.
Carlos Muñoz.