Aún continúa hecho un ovillo en su cama, entre las zarzas de la ribera del río que hace años le recibió con alborozo al nacer. Con cierto grado de hastío, por fin, levanta la cabeza. Sus ojos cansados contemplan las volutas que el agua describe en los remolinos que caprichosamente se forman al antojo del ritmo que marca la corriente.
Recuerda como su madre le enseñaba a esconderse permaneciendo inmóvil, mientras ella tenía que dedicarse a lo suyo y como, más tarde, le fue enseñando las sendas y los pasos que debía tomar para pasar inadvertido, a elegir los brotes más tiernos de los melojos y de la zarzamora para alimentarse, como le enseñó a ser un fantasma para sobrevivir, a cuidarse de sus enemigos…
Mientras está abstraído en sus recuerdos, el agua sigue su curso, como la vida, arrastrando un pasado que se diluye en la nebulosa que esculpe el tiempo.
Recuerda como luciendo su tercera cabeza libró el pellejo al agacharse nada más escuchar la terrible detonación que provenía del extraño palo que usa el hombre para cobrar la vida a larga distancia, lanzando esa avispa que zumba a la velocidad del rayo y que ellos llaman bala. Y como libró la pellica con un recorte magistral a uno de los lobos de la manada del norte, que les acosaba sin tregua.
Así se fue curtiendo en los peligros del monte día a día creciendo en sabiduría y respeto, en una vida en constante alerta.
Porque en su vida, la real, sólo hay espacio para la vida y la muerte, unos cazan y otros intentan evitar ser cazados. Es sencillo. Pero, pese a estar en el segundo bloque, comprende que el que caza necesita hacerlo para sobrevivir, igual que él necesita atiborrase del pasto tierno y fresco que tanto le gusta.
Y siente, y sabe, que la vida pasa rápido y que a pesar de las batallas personales de cada cual, e incluso en las colectivas, por mucho tiempo que transcurra, en lo esencial, la cosa cambia poco, por no decir casi nada; todo son impresiones personalísimas de los acontecimientos, no se puede obviar que el sol debe lucir de día y la oscuridad debe acompañar la noche, que hay que comer todos los días y que la supervivencia es la clave de la existencia. La felicidad, los pesares, los miedos, no son más que los flecos de lo que nunca ha cambiado, la propia existencia.
Añora aquel tiempo en su apogeo en el que se hizo fuerte y consiguió un magnífico territorio que defendió con valentía frente a otros rivales que, como él, pelaban por el mejor de los lugares en los que dejar descendencia. Y… padreó, y bien, cuando tuvo que hacerlo, con sus seis puntas bien puestas, habiéndose ganado a pulso el respeto de sus congéneres.
Y ahora, tras el paso de los años, refugiado en lo más profundo de sus experiencias, disfruta con paz, quizá por última vez, de esa joya iridiscente que, como un arpón, se proyecta al agua para sacar con maestría los pequeños alburnos que atrapa una y otra vez; lleva tiempo haciéndole compañía en el recodo del río.
El agua permanece cristalina en la poza de piedra y el martín hace sus delicias con sus constantes incursiones pesqueras, al menos, hasta que los marranos lleguen a liarla y a ensuciarlo todo. Menuda ralea, aunque siempre admirase su valentía y su rudeza.
Sacude sus orejas al compás para quitarse de encima a las puñeteras moscas y tábanos que lo acogotan sin darle tregua. Los odia, profundamente. Y ahora se ha enterado que, por el norte, mucho más arriba, hay una mosca que les llena la garganta de gusanos. Menuda asquerosidad.
Hace el amago de levantarse, pero le fallan las fuerzas, realmente no tiene gana alguna de hacerlo. El campo ya le ha vencido, lo notaba desde hacía algún tiempo.
Consciente de que sus defensas ya han ido a menos y de que ya todo está cumplido, sin ánimo para seguir luchando, se tiende apoyando su mandíbula inferior en la tierra fría que le vio nacer y espera tranquilo el definitivo sueño con una paz que no conocía, dejándose arrumbar por el sonido del agua que la perenne corriente canta… para siempre. Y el río, su río, sigue fluyendo.
Ramón Menéndez-Pidal.