Érase una vez un mundo que había perdido la noción del orden natural de las cosas, donde los habitantes de las ciudades de los distintos reinos habían entrado en un estado de confusión permanente por los conjuros que unos cuantos hechiceros –que se creían en posesión de la verdad– lanzaban sobre sus mentes con el único fin de acabar haciéndoles creer cosas inverosímiles, dominar sus conciencias y manejarles a su antojo, haciéndoles creer que eran lo que no eran, del mismo modo que se lo hacían creer al resto de pobladores de sus campos, alterando irreparablemente la realidad con el fin último de hacerse con el poder y gobernarlos a todos imponiendo su tiránica forma de pensar.
Prácticamente, lo habían conseguido… desde príncipes y señores, hasta labriegos y mendigos, nadie escapaba al poder de sus hechizos y consignas que, de modo insistente y pertinaz, lanzaban una y otra vez.
Los habían llevado a creer que los animales eran personas y que ellos eran animales. Que aquellos tenían más importancia en muchos aspectos que éstas. Así, se les había convencido de que cualquier manejo de aquellos suponía un atentado contra sus derechos y que comerlos era un crimen terrible. Y mientras los animales seguían siendo animales, pese a las consignas de los brujos, las personas iban dejando de ser personas para equipararse a los animales.
Pero, hete aquí, que aún quedaban en los bosques un grupo de irreductibles, gente de campo, ganaderos, cazadores… que, contra viento y marea, y con pocos recursos, se enfrentaban a los brujos tiranos echando por tierra sus malvados propósitos, empleando todos los medios que tenían a su alcance.
Los brujos los acosaban sin denuedo y los habían presentado al resto de la sociedad como gente sin alma, sin escrúpulos, trasnochados anclados en el pasado.
La batalla ya era inevitable, el fin se acercaba…
Y esto, que no es más que un cuentito, resulta que es el cuento real que nos llevaban vendiendo desde hace diez años en nuestra querida piel de toro.
Y ahí va un ejemplo muy reciente. No fue hace más de un año que viajaba en mi coche, destino a mi arquería favorita de Madrid, cuando en RNE Radio 5 Todo Noticias, emisora que escuchaba –en la que, se supone, ofrecen simples y objetivas noticias, «en principio» carentes de todo corte ideológico y político (cuando, en realidad, astutamente meten la cuchara en cuanto pueden)–, entrevistan a dos escritoras especializadas en literatura infantil, a las que acababan de conceder un prestigioso premio en dicho campo literario.
Los libros, evidentemente, iban dirigidos a nuestros infantes, a los más pequeños. Pues bien, el argumento de uno de ellos (la escritora era una mujer alegre y jovial) consistía en que los habitantes de un pueblo –o una ciudad, no recuerdo bien– se convertían en animales montunos (la escritora había investigado, por desconocimiento en la materia, sobre la vida de nuestra fauna ibérica, lo que le había llenado de satisfacción, como no podía ser de otra manera). Ella entendía que era un experimento interesante para los niños, para hacer un ejercicio de transmutación y ponerse en la piel de otro, convirtiendo por un hechizo a la mayoría de la población en venados (le parecía un animal dócil y tierno) y a unos pocos en lobos (que no le parecían tan tiernos).
Y la cosa no iba mal, hasta que suelta que –eso que en el cuento inicial de este escrito se lleva produciendo desde hace demasiado tiempo, la humanización de los animales, con la que se ha comido el coco a infinidad de personas–, evidentemente, los lobos eran unos «criminales» y los venados unas pobres «víctimas».
Y eso es lo que han conseguido, sibilinamente y base de machacar, los nuevos gurús de la naturaleza: confundir las mentes de la gente que desconoce realmente lo que es ésta y, puesto que muchos se han empapado de semejante absurdo, lo acaban trasmitiendo de generación en generación.
La buena escritora que, sin duda, tiene todos mis respetos, sí que es una auténtica víctima (y no los venados de su cuento) de esta ideología animalista radical e imperante que ha llevado a muchos a creer en un completo cuento chino: que la naturaleza es lo que la factoría Disney y otros tantos plasman en sus películas. Pobres niños.
Me hubiera gustado conversar con ella para explicarle que los lobos de «criminales» no tienen nada y que los venados de pobres «víctimas», tampoco; que, simplemente, uno y otro cumplen el fin que les asignó la madre naturaleza para que el círculo de la vida no dejase jamás de funcionar y existir.
Predadores y predados, sí; «verdugos/criminales» y «víctimas», no. Eso queda para nuestro mundo, cada vez más diluido y descafeinado en bagatelas y sandeces que nos están llevando a una degradación lenta, pero eficaz, a perder nuestra natural posición que nos corresponde por desarrollo en ese círculo, la de máximos guardas y gestores de ese tesoro que es la naturaleza.
Lamentablemente, no pinta bien, queridos niños.
Y colorín colorado…
Ramón Menéndez-Pidal.