Según el Diccionario de la Real Academia Española proteger es, en su primera acepción, «resguardar a una persona, animal o cosa de un perjuicio o peligro, poniéndole algo encima, rodeándolo, etc.» y, en su segunda acepción «amparar, favorecer, defender a algo o alguien».
Y según el Diccionario de la Naturaleza, son las «medidas tomadas para impedir que las intervenciones humanas causen daños en los elementos bióticos y abióticos del medio ambiente».
Conservar es «mantener o cuidar de la permanencia o integridad de algo o alguien o mantener vivo y sin daño a alguien» y manejar es «usar algo con las manos o gobernar los caballos».
Las definiciones de proteger y conservar tienen su sentido en el tema que nos ocupa, no así, en principio, la de manejar, término que se aplica cuando se trata de la fauna salvaje derivado del inglés management, traducido a nuestro idioma fundamentalmente como gestión, «llevar adelante una iniciativa o proyecto». Y digo «en principio» porque no sería descabellado cambiar el significado de «gobernar los caballos» por «gobernar los animales», porque, al fin y a la postre, la etimología de management se remonta al siglo XV del verbo francés mesnager, «llevar en la mano las riendas de un caballo» (en realidad, desde un punto de vista práctico, el manejo o gestión de los animales salvajes consiste en la aplicación de técnicas para mantener o modificar sus poblaciones actuando sobre el hábitat o sobre el cambio de las características de aquellas).
Prácticamente todas las iniciativas de protección, conservación y manejo de la fauna salvaje estuvieron en manos durante un buen número de años de los ingenieros de Montes. Este hecho lo explicó de forma meticulosa mi hermano Rafael, durante mucho tiempo jefe de Sección de Caza y Pesca del ICONA (Instituto Nacional para la Conservación de la Naturaleza) en una publicación aparecida en el año 1997 (La Caza y Pesca Continental en ‘Ciencias y Técnicas Forestales’), año en el que se cumplía el 150 aniversario de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Montes de Madrid. Como en 2023 esta Escuela cumplió los 175 años, voy a referirme a algunos pasajes de la citada publicación para, de esta manera, homenajear a aquellos que trabajaron duro para conseguir la protección, conservación y manejo de un buen número de especies de animales salvajes de nuestro país.
Esos pasajes hablan, entre otras cuestiones, de la creación del Servicio Nacional de Pesca Fluvial y Caza en 1951 en aras de la necesidad de crear un organismo oficial especializado en la gestión de caza. Los primeros pasos de este organismo fueron de tipo legislativo, especialmente encaminados a la protección de las especies de caza mayor y menor, promoviendo disposiciones por las que se prohibía darles muerte por periodos de tiempo más o menos largos. De esta manera hubo un notable número de prohibiciones en el ejercicio de la caza, siendo la primera la del oso en 1952. Y esto fue debido al cuerpo técnico de Ingenieros de Montes de ese Servicio, unas veces a iniciativa propia y otras a instancias de los propios cazadores que estaban representados en los Comités Provinciales de Caza y Pesca.
Por aquellos tiempos no existía ninguna asociación proteccionista, salvo la SEO (Sociedad Española de Ornitología), que se preocupara por la conservación de la fauna salvaje. Para el Servicio el tema era clarividente: había que tomar medidas urgentes de protección de los núcleos residuales de población de nuestras especies indígenas actuando sobre el propio terreno. Para conseguirlo sólo contaba con la ayuda de la guardería forestal y con su escaso personal especializado de guardería de caza, si bien fue aumentando poco a poco de acuerdo con la necesidad de hacer efectivas las prohibiciones que se iban dictando especialmente en los montes que poco después constituirían el núcleo principal de las Reservas Nacionales de Caza. Y todo ello con la finalidad de fijar definitivamente las poblaciones animales objeto de protección inicial que permitieran en poco tiempo, con su aumento progresivo y expansión a zonas limítrofes, su aprovechamiento cinegético racional.
Esta finalidad, estos objetivos básicos de conservación de la fauna, se basaban en el principio de no basta proteger por proteger, sino en la exigencia de resultados, resultados que solo pueden ser acreditados por las personas que pisan el campo en cualquier época y circunstancias, aquellas que lo conocen realmente, bien los que viven en el medio rural, bien los que trabajen como guardas, bien los que practiquen la caza o bien los que simplemente deseen disfrutar de la naturaleza.
Toda la labor desarrollada por el Servicio en defensa de la riqueza cinegética de los montes públicos, muy especialmente desde el año 1945, se consolidó en una disposición, la Ley de 31 de mayo de 1966 de creación de las Reservas Nacionales de Caza, la cual inició un importante programa de protección y conservación de la fauna más selecta mediante el cual fue posible asegurar la utilización racional de estos recursos, todo ello sin limitación alguna de cualesquiera otra actividad ya consolidada en aquellos terrenos.
Este objetivo final de protección y conservación de la fauna salvaje en beneficio de la población rural que tiene que convivir con ella era el que más garantías ofrecía para mantener el equilibrio o armonía que debía existir siempre entre ambos intereses. Está demostrado que las poblaciones de animales salvajes continúan en perfecto estado allí donde se ha conseguido este objetivo, nada fácil por cierto de lograr si no se está en permanente contacto con la gente del campo para conocer sus necesidades o exigencias y cubrirlas a tiempo.
En el año 1989 aparecía la Ley de Conservación de los Espacios Naturales y de la Flora y Fauna Silvestres con el ánimo de convertirse en trascendental, pero que, por la rigidez de sus principios, fue sumamente difícil de aplicar en la práctica. Si con su extremada normativa se pretendía dar ejemplo a la ‘Directiva de Hábitats’ que se estaba entonces tramitando en la Comunidad Económica Europea, lo cierto es que no se consiguió nada, puesto que todas las medidas de protección de esta Directiva, aparecida tres años más tarde con la referencia 92/43/CEE, eran tan normales y armonizadoras con otros intereses como las contenidas en la anterior 79/409/CEE.
La citada Directiva 92/43/CEE sobre Conservación de Hábitats Naturales y de la Fauna y Flora Silvestres estimulaba, más que obligaba, a los Estados miembros a designar las denominadas ZEPAS (Zonas de Especial Protección para las Aves) en sus territorios. Y como no podía ser de otra forma, España volvió a dar ejemplo de su afán protector declarando más superficie de ZEPAS que en ningún otro país de la CEE (hoy en día más o menos en España hay 658 zonas con una extensión de 10.250.735 hectáreas de superficie terrestre y 5.198.569 hectáreas de superficie marina).
Otro real decreto, dictado también al amparo de la Ley de 1989, es el de 30 de marzo de 1990 por el que se regula el Catálogo Nacional de Especies Amenazadas. Aun siendo evidente que un gran número de especies de este Catálogo no se encuentran amenazadas en nuestro país, el simple hecho de incluirlas en él ha supuesto disponer de un arma legal efectiva para castigar severamente a quien ose capturarlas o incluso molestarlas intencionadamente. Y la tendencia es la de encontrar especies nuevas para incluirlas en el Catálogo y cuando se acaben éstas empezar con las subespecies, hecho este último que puede tener gran importancia para las especies cazables, ya que no es fácil encontrar algún grupo aislado de la especie más común para, a continuación, establecer las diferencias oportunas que justifiquen la protección de este núcleo aislado.
En este sentido existe un mal precedente: una subespecie de cabra montés, el bucardo (Capra pyrenaica pyrenaica) protegida desde el año 1973 se extinguió cuando murió la única hembra que sobrevivía sin que pueda decirse que haya desaparecido por culpa de los cazadores, ni siquiera de los furtivos, ni tampoco que no hubiera gozado de vigilancia, observaciones, estudios y proyectos de todo tipo para salvarla. Por contra, los restantes núcleos aislados de cabras que estuvieron a punto de desaparecer durante la primera mitad del siglo XX no sólo se conservaron, sino que dieron origen a una floreciente población repartida por las reservas y cotos privados lindantes con estas últimas.
Finalizaba la publicación mi hermano Rafael diciendo que la referencia a lo que le ocurrió al bucardo era suficiente para demostrar lo acertado del lema de los Ingenieros de Montes Saber es hacer: «El problema es que no lo conocen o piensan que es fácil hacerlo mejor. Aunque sin pisar el monte ni saber tratar a los animales salvajes ni conocer los problemas del campo poco creemos que se pueda hacer. Por este camino, seguro que a alguna otra especie le va a pasar lo que al bucardo».
Antonio Notario Gómez.