La torada de venados

Aconsejado por la mayoría de los monteros que conocían la mancha, Lolo Mialdea optó por hacer uso de su escopeta repetidora y de las balas recargadas que le proporcionó un buen amigo. Ya en su postura, vivió despierto el sueño de cualquier montero: una torada de cuatro venados le entraban de frente. Era el momento de disparar… pero algo no iba bien. ¿Quiere conocer el desenlace? Pues continúe leyendo.

Como es natural tras escribir de cualquier tema (como el que cuenta un chiste y a medias recuerda otro), versando sobre lo expresado en mi anterior artículo en trofeo, Montear con escopeta, no pude evitar que la “máquina de la memoria” se pusiera a echar humo recordando lances pasados jugados con tal tipo de arma.

Algunos los “colé” en tal trabajillo, pero otros muchos hube de dejarlos en el tintero, sobre todo uno vivido este mismo año y tras el cual tuve que recurrir a esa resignación fatalista, tan montera ella, de cuando fallamos una res matable, se nos cuela el cochino cogiéndonos la vez, o, como resultó en este caso, hacemos lo que podemos a sabiendas de que es poca cosa y “tontería es que breguemos”.

Eso sí, amigos monteros y toda la gres cazadora, cuando se tira se hace con “malas intenciones” y no vale aquello tan socorrido de “lo tiré por tirar. Iba por Pernambuco” o “le dejé ir una bala tras verlo en un trasluzón, al jabardeo, pero ese no cuenta”. ¡Habrase visto poca vergüenza la que gastamos para justificar nuestros marrones! ¡Pues, señor, no haber tirado, pardiez!

Las limitaciones de la escopeta

Hagamos, pues, lo que con ese gracejo suyo tan andaluz nos dice mi admirado amigo Mariano Aguayo. Adornemos el lance cuanto queramos para quedar medio bien, pero no pasemos de ahí (en realidad esa famosa frase suya reza: El buen montero no miente, pero se adorna). Sean por tanto indulgentes conmigo y, si en este relato se me ve el plumero, no me lo tengan demasiado en cuenta.

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Camino de la armada con la repetidora al hombro

Lo que a continuación relato, a la par de costarme tres o cuatro días espantármelo de la cabeza, es un ejemplo claro de las limitaciones de la escopeta para montear, y, sobre todo, lo que no debemos hacer en lo tocante a la munición a emplear. Bien que me pesa ahora, pero a lo hecho pecho y excusas las precisas. Ustedes no hagan lo que yo… y con eso va que escarba.

Monteábamos una preciosa finca cordobesa, que presuntamente puede ser Los Campillos Altos, y cuando pregunté por qué arma llevar al tratarse de predio conejero, ante la respuesta de los socios, que me advirtieron que se usaría escopeta, si bien no me prohibieron que usara uno de mis rifles, me dejé llevar por la marea y, por qué no decirlo, por el romanticismo de cuando se son pocos y bien avenidos, y cogí la Benelli soñando repetir “gestas” pasadas tirando a cascaporro con la mocha, romanticismo que se extiende a lances viejos de gatera y marrano gazapeado, de darle defensa al campo y no tirar siempre con los misiles Stinger que tiramos con nuestros rifles.

Pues bien, yo no tenía en ese momento ni una sola bala de escopeta, por lo que pregunté al amigo con el que compartiría medio de transporte, Miguel Ángel Vara, si a él le sobraban, obteniendo por respuesta que “todas las que quisiera, que su primo le había recargado un buen puñado y que iban muy bien”.

Preparados para la acción

Decididos los pasos que ocuparíamos, en mi caso en un carril que dominaba medio mundo pero que dejaba ver perfectamente la veredas de las reses para tirar en jurisdicción dejándolas llegar. Recibí un puñado de cartuchos y, sin mirarlos, me los eché al bolsillo.

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Yo me colocaba el primero y, a medias con mi postor, elegimos un evidente paso de las reses cervunas que cruzaban de una mancha a otra, dejando en medio unos generosos pelados. A mi compañero de arriba también se le colocó con todo el sentido común del caso y, ya listos, eché mano a mi munición, comprobando horrorizado que se trababan de simples cartuchos de 32 gramos, zorzaleros, a los que, recortándole el cierre, se les había extraído la munición para fundirla a posteriori y confeccionar unas bolas de plomo más o menos esféricas. Del taco para abajo, ningún cambio. Vamos, un desastre que casi me echa a llorar. Pero como no había más leña que la que ardía, cargué mis tres píldoras y me dispuse a esperar la suelta. Entonces sucedió el sueño de todo montero que, como es mi caso, casi siempre montea en lo abierto.

Al poco de soltar oí, aún muy lejos, el romper de monte de lo que creí un pitarrillo numeroso de ciervas, pero ya pechienfrente se dejó ver una magnífica torada de cuatro venados, dos de ellos realmente buenos, con 14 ó 16 puntas, que entre la fuerza que traían huyendo de la quema camino del perdedero y los golpetazos (palillazos) de sus cuernas contra las ramas bajas de los chaparros, metían más ruido que el que producía el cercano AVE, cuyas vías tenía a unos 800 metros a la izquierda. Cuando saltaron al limpio, aquello era una visión celestial ¡Qué bonitos iban a su media carrera en ese orden tan natural en ellos, casi militar, echando uno de los chicos por delante cual si fuera una cierva vieja! Pienso que esa juventud y poca cabeza, en contraposición con lo que saben las hembras canas, fue lo que hizo tan errática su carrera, como ahora veremos

Huyendo por lo limpio

Por un momento parecieron tomar derechitos a mí, pero, conforme se acercaban al monte, se desviaron, sin motivo aparente, levemente a la izquierda, a coger entre mi compañero y yo. Resultó curioso porque el que tenía un rabotazo de monte enfrente era yo y por ahí debieron tomar, pero ellos lo hicieron por lo limpio, como si vinieran perseguidos por el Cancerbero y 30 rehalas de diablos a las que quisieran tomar ventaja llevadas por su mayor velocidad. En ese momento olvidé el arma que llevaba y pensé quitar de penar a los dos de atrás, uno grande y otro chico, pero pronto caí en la cuenta de lo delicado de mi situación, pues me iban a cruzar a unos 80 ó 90 metros, y yo allí no me fiaba un pelo de lo que consiguiera con mi escopeta convertida en arcabuz. Entonces tome la decisión, la más montera que conozco, de intentar mejorárselos a mi compañero a base de cañonazos, pero ojo, confieso que el primer tiro lo hice con las peores intenciones, apuntando al grande y adelantándole la puntería, pero cuando vi que la bala se fue al menos tres metros alta y que tardó lo que me pareció una eternidad en levantar el consiguiente polvo, rápidamente les bajé la mano y les enterré otra bala casi en sus pies… o eso creo, porque no vi el chasponazo. La torada pegó un derrape y se dirigió franca al puesto siguiente. Al menos había conseguido uno de mis objetivos.

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La pequeña junta montera.

Repetiré aquí ese tópico que tanto me gusta de que “la única bala que no mata es la que se queda en el cañón”, porque llegarles sí que les llegarían mis balas, y bien ligeritas, aunque, eso sí, no por donde yo quería, sino por donde a ellas les diera la gana. Siempre podía sonar la flauta

No pasarían ni diez segundos cuando mi colega tiró dos veces en rápida sucesión. Por fuerza, pensé, habría hecho carne, pues se lo habían comido, pero según me contó después, los bichos le llegaron a 15 metros y se le encampanaron cargados de aire en mitad del monte, tirando al bulto, bajo donde se encontraba aquel mar de cuernas…. Y no les dio, como suele suceder cuando no se apunta, pero sí que les varió la carrera, acercándolos a mí, cosa que yo no podía suponer. Mi amigo hizo un poco lo que yo: pegar tiros “de recurso”, al no poder jugarles el lance de mejor manera. Entonces sucedió lo peor: sentí pezuñazos en el carril y me aparecieron, ya por las espaldas, en un hermoso claro y en compacto pelotón, los cuatro venados, a unos 60 metros, calculo. “Lolo, hasta con esta espingarda te tienes que quedar con alguno con la bala que te queda”, me dije.

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Los dos sufridos monteros protagonistas de la historia.

Ni gota de sangre

¡Pues que si quieres arroz, Catalina! ¡Ni vi otra vez donde dio la maldita bola de plomo, ni mucho menos di con sangre cuando registré mi tiro, cual era mi obligación y mi esperanza! Hasta tres veces subí incrédulo en busca de los rastros, y di con ellos, ya lo creo, pero de sus pezuñas. Sangre, repito, ni una gota. ¡Qué cara de tonto, por no emplear otro vocablo muy español y sonoro, se me debió quedar!

No creo necesario, compañeros monteros, contarles lo que sentí en aquellos momentos, pero mi impotencia rozaba la desesperación. Tampoco contarles lo que hubimos de sufrir con el cachondeito de los que ya estaban en el cortijo y vieron toda la faena, pero eso entra dentro de la liturgia montera que unas veces empleamos “contra” el amigo de turno, y otras se nos vuelve en contra para nuestra mortificación.

Pues, mis queridos lectores, de aquel sonoro fracaso, pues no nos engañemos, no fue otra cosa, solo me prometí un par de cuestiones: que intentaría dormir aun con la visión que seguro que se me aparecería en sueños haciéndome despertar bañado en sudor, y que de balas malas… ¡una vez y no más, Santo Tomás!

Por cierto, los cayos guisados que preparó Fale estaban buenísimos hasta el punto de hacer desaparecer, siquiera por un rato, el mal sabor de boca que se me había quedado.

Lolo Mialdea Lozano

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